Un trozo de relámpago


Fulgurita

Un trozo de relámpago
La fulgurita, es el resultado de uno de los fenómenos más asombrosos de la naturaleza: la caída de un rato a tierra. Principalmente en arena, donde la descarga eléctrica eleva la  temperatura por encima de los 1,800 grados centígrados, fundiendo instantáneamente los granos de sílice  de una superficie conductora. Al enfriarse queda como resultado un  tubo de vidrio, todo este procesos ocurre en apena un segundo, dejando la evidencia  de la distribución del rayo sobre la superficie y un objeto con aspecto de raíz que a menudo muestra agujeros y un aspecto vítreo.

Imagínense la potencia que tendría el rayo que produjo una fulgurita de 4,9 metros de longitud encontrada en el norte de Florida.
La formación de fulgurita es un fenómeno de poca  frecuencia, las anécdotas y consejas populares, consideran a la fulgurita como “centella”, y  dicen, se le encuentra en  las raíces de los árboles partidos por el impacto de un relámpago.






miércoles, 22 de junio de 2011

Asombrosa historia de supervivencia en el Antártico


Una historia verdadera de hombres que sobrevivieron al mar más peligroso del mundo.
Espero que la disfruten.


TODOS CONFIABAN EN UN HOMBRE
Seis expedicionarios, a merced del Antártico

TENAZAS DE HIELO. La fuerza inexorable del hielo del Antártico atrapa al Endurance, capitaneado por el científico Ernest Sbackleton. La presión de millones de toneladas de hielo quebró sus cuadernas como si fueran frágiles palillos.


EN marzo de 1916, en una isla desierta del océano Antártico cubierta por  los hielos, se hallaban 28 británicos, ateridos de frío y sumidos en la desesperación. Desde hacía dos años, formaban parte de una expedición a la Antártida, y se encontraban exhaustos y enfermos después de haber recorrido 2.900 kilómetros enfrentándose a la nieve y a los monstruosos glaciares que habían destrozado y hundido su barco, el Endurance, hacía ya cinco meses.
Días antes habían zarpado, en los tres botes que les quedaban, del bloque de hielo flotante donde habían sobrevivido; su jefe había puesto rumbo a la isla de los Elefantes, al sudeste del cabo de Hornos. Pero ahora debían abandonar este rincón desolado.
Las galernas que batían la indefensa orilla destrozaban sus tiendas de campaña; las existencias de carne de pingüino y algas comenzaban a agotarse. Hambrientos y traspasados por el frío, los expedicionarios ponían de nuevo su esperanza, como en todos los momentos de aquella pesadilla, en el hombre cuyo valor y sangre fría les había protegido hasta entonces.
Sir Ernest Shackleton era de elevada estatura, anchos hombros y rostro anguloso con cejas oscuras. Parecía un gran bloque de piedra pensativo: la roca a quien se aferran los humanos cuando ven perdidas sus esperanzas.

«Hemos de llegar a un punto donde un barco pueda recogemos», dijo con calina. Parecía imposible realizar en un bote un viaje largo, pero todos se ofrecieron a acompañarlo.

Se eligieron cinco hombres que con Shackleton navegarían los 1.500 kilómetros que les separaban de Georgia del Sur, por el mar más peligroso del mundo, en un bote de siete metros de eslora. Eran Worsley, capitán del barco destruido; Tom Crean; Timothy MCCarthy; McNeish, el carpintero, y Vincent, el contramaestre. Entre todos calafatearon y lastraron el James Caird, embarcación ligera, ágil y de doble proa, y reforzaron la quilla con el mástil de otro bote. Después se dispusieron a zarpar.

Al deslizar la embarcación al mar, dos hombres salieron despedidos por la borda, y seguidamente una roca abrió el casco. Lograron taponar la rotura con un pasador y, por último, cargaron los víveres y desplegaron las velas.

La travesía era penosa. Surgió una galerna que rechazó a la embarcación casi hasta el punto de partida. El contratiempo fue grave, y Shackleton afirmó: «Si algo me ocurre mientras los demás nos esperan, me sentiré como un asesino.»
No obstante, siguieron avanzando. Bajo la cubierta de lona sólo había el reducido espacio que dejaban las provisiones, donde los hombres se apretaban en sus sacos de dormir saturados de humedad.
«Cada ola que se dirigía a nosotros-se elevaba como si fuera una pared cóncava», escribiría Shackleton después. «Nos empapábamos cada tres o cuatro minutos. Las olas rompían sobre nosotros como 'si estuviéramos debajo de una catarata. Pero antes de que rompiera la siguiente, otras más pequeñas cubrían la embarcación y nos calaba n de nuevo. Esto ocurrió noche y día. El frío era intenso.»      I
Shackleton, que padecía terriblemente de ciática, se mostraba alegre. Mientras Worsley tomaba la situación con su sextante, tenía que ser sujetado por dos hombres para no salir despedido por la borda. Un día, a última hora de la tarde, a través de la bruma constante que difuminaba el sol, descubrió tierra: ¡Georgia del Sur!  
Esa noche un violento temporal los precipitó hacia la costa. La espuma saltaba del barco a gran altura, y el viento aullaba sin piedad. Se acercaban a una isla minúscula y se les planteó la disyuntiva de acercarse a ella con riesgo de estrellarse o de costearla hasta encontrar aguas más tranquilas. Mientras tanto los hombres tenían tanta sed que sus labios estaban hendidos y sus gargantas no admitían un solo bocado. «Conseguiremos desembarcar», dijo Worsley. «No queda otro remedio», añadió Shackleton.

.Al amanecer decidieron ir a tierra y atravesar la isla hasta el puesto ballenero que existía al otro lado. Nadie podía adivinar lo que les aguardaba entre aquellos glaciares y montañas cubiertas de hielo de Georgia del Sur. Pero Shackleton necesitaba atravesarlos; si trataba de rodear por mar la isla, el peligro de naufragio resultaba ahora mayor y, en este caso, los hombres que habían quedado en la isla de los Elefantes morirían sin remedio.
Desembarcaron en el estuario de King Haakon donde hallaron una cueva. Cazaron varios alba tras jóvenes' y se los comieron. Tenían tanta hambre que devoraron hasta los huesos. Cerca discurría un riachuelo, y el agua les supo a néctar. Con hojas y musgo formaron un amplio lecho sobre las piedras, donde por vez primera en dos semanas pudieron descansar y dormir.
El 19 de mayo de 1916 mejoró el tiempo, salió la luna y Shackleton, Crean y Worsley se dispusieron a cruzar la isla, dejando tras sí a los otros tres hombres que no estaban en condiciones de viajar. Worsley orientaba al grupo con su brújula, mientras avanzaban atados a una soga. Se internaron en barrancos sin salida, desandaron el camino y volvieron de nuevo casi hasta el mar; estuvieron a punto de caer en una sima gigantesca de 60 metros de profundidad por 60 de anchura.
Por último llegaron a un risco tan agudo que podían sentarse en él con una pierna para cada lado. La niebla y la oscuridad les impedían la retirada, pero si no se movían morirían congelados. Practicar escalones en las paredes heladas sería lento e inútil. Al cabo de unos momentos, Shackleton decidió: «Hay que afrontar el riesgo. Nos deslizaremos.»
«Cada uno de nosotros enrolló el trozo de cuerda que le correspondía' hasta formar una especie de almohadilla», recordaba después Worsley. «Shackleton se sentó en un escalón que había cortado, y yo me sujeté por la espalda a su cuello. Crean hizo lo mismo detrás de mí, de forma que los tres quedamos unidos como un solo hombre. Y entonces Shackleton nos arrastró.
“Pareció como si nos hubieran disparado al espacio. Durante unos instantes se me pusieron los pelos de punta. Pero de repente la emoción me entonó y me hizo sonreír. Bajábamos disparados por una montaña semejante a un precipicio, a una velocidad de casi una milla por minuto. Grité de excitación y comprendí que Shackleton y Crean gritaban también. Aquello era divertido y seguro hasta el absurdo. ¡Al diablo con las rocas!
Poco a poco nuestra velocidad disminuyó y terminamos en el fondo de un barranco de nieve. Nos pusimos en pie y nos dimos solemnemente la mano.”
Cuando los tres hombres llegaron al fin al puesto ballenero, después de haber atravesado Georgia del Sur en 36 horas, tenían un aspecto tan lamentable que el comandante, de quien habían sido huéspedes hacía dos años, no los reconoció. El cabello de Shackleton se había vuelto blanco. Cuando la expedición de socorro llegó al estuario de King Haakon, los tres que allí permanecían tampoco conocieron a Worsley, limpio, afeitado y con nueva ropa.
Todos los hombres de la isla de los Elefantes se encontraban bien, con la excepción de un muchacho a quien habían tenido que amputar los dedos de los pies. Habían vivido durante cuatro meses y medio debajo de dos barcas vueltas del revés, permanentemente azotados por los huracanes e invadidos por los hielos de las montañas. De este modo, concluyó la última y prolongada expedición de Ernest Shackleton.
El recuerdo de su odisea por mar y por tierra, 'una de las más dramáticas aventuras del Antártico, queda certera mente reflejado en los escritos de un protagonista: «C0mo científico prefiero a Scott, como rápido y eficaz, a Amundsen; pero cuando la situación sea completamente desesperada,
sólo cabe hincarse de rodillas y rezar porque venga Shackleton.»

EL ULTIMO DESCANSO. Shackleton murió de un ataque al corazón en el Antártico. Fue enterrado en Georgia del Sur.









Puede dejar su comentario, respecto al valor y resistencia de algunos hombres.

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