Evolucion





Fui uno de los primeros, empecé con un fuerte dolor de cabeza y mucha fiebre, ningún analgésico lograba calmar mis malestares, una semana entera ardiendo y con la cabeza inflamada de dolor.
Siempre había sido un chico sano, nunca me había enfermado ni de gripa; mi madre me presumía con sus amistades comentando que jamás había sufrido enfermedad alguna:  ¡el es increíble, muy sano, de niño no enfermó nunca!

Pero ahora estaba tirado en cama, revolcándome del dolor, estudiaba en otra ciudad y mi madre no sabría  que por fin, su hijo que nunca se enfermaba, había pescado un gran resfrío.
En la enfermería de la universidad, me recetaron  analgésicos y antipiréticos para bajar la fiebre y calmar el dolor; me recomendaron tomar mucho líquido, descansar y me enviaron a casa. Así que en mi cuarto estaba solo, rumiando y quejándome del dolor; asustado y pensando en ir a urgencia hospitalaria si el dolor y la fiebre persistía al día siguiente.
¿Pero cómo me había enfermado? ¿de dónde venía mi dolencia? Todo empezó con la excursión que realizamos al volcán. Una excursión no autorizada por la escuela ni por ninguna autoridad, el paso   estaba prohibido por la actividad  volcánica que presentaba, nos colamos por las veredas y llegamos a la cima.

Éramos una docena de amigos deseosos de aventura, tomaríamos muestras y  fotos que colgaríamos en las redes sociales para mostrar al mundo nuestra osadía.  Todo iba bien; un compañero se desvió conmigo, entramos en terrenos peligrosos; allí recogimos un objeto, una especie de cántaro pequeño, podía sostenerlo con facilidad  con una sola mano. Lo que nos maravilló fue el material y lo elaborado  de su tallado; de cristal verde, transparente, podíamos ver en el interior como se removía la mezcla como  humo espeso y luminoso; lo sacudí  dos tres veces y miramos arrobados los destellos  producidos.

Estábamos a un paso de la fama, sería un gran descubrimiento que nos haría famosos en la universidad. Cargué despreocupado  nuestro hallazgo y procedimos a regresar en busca de los demás muchachos. Fue cuando  el volcán  exhaló una gran  fumarola de gases calientes, la sorpresa y el espanto me hizo rodar y caer en el suelo terroso de piedras volcánicas.
Mi caída acabó con los sueños de fama, la ánfora con el  golpe explotó en mis manos, se rompió dejando escapar  el denso gas que me recordó  la clases que más odiaba. Realmente parecía el plasma del que hablaban los profesores de física y química, el cuarto estado de la materia. Fueron segundos de apreciación científica. El plasma o gas o lo que  fuera esa sustancia fue directo a mi rostro y lo inhalé y se pegó a mi rostro causándome escozor y ceguera.
Cuando regresamos con los muchachos, habíamos decidido guardar el secreto, a mi me ardía la cara y los ojos, ya  me empezaba a doler la cabeza.

Ahora tengo una semana enfermo, intoxicado por una sustancia desconocida; esperando que mi organismo sea capaz de  limpiarse por cuenta propia.

Al amanecer lo había decidido, iría a urgencias, contaría toda la aventura para que los médicos hagan los análisis que quieran con tal de curarme de la fiebre y el dolor de cabeza.
A las once  abrí los ojos, dormí como un lirón, un sueño tranquilo, libre de fiebre y neuralgia, me sentía excelente, mejor que  Estaba sano gracias a Dios y elevé  mil  plegarias de agradecimiento a pesar de no ser muy religioso.

Por la tarde ocurrió algo extraño, empecé a escuchar  ruidos, voces, visiones  zumbidos que creí venían de mi cabeza. Era un infierno, peor que el dolor de cabeza; ahora escuchaba al mundo entero murmurar dentro de mí. Corrí, me alejé de la gente, me encerré en mi habitación pensando que estaba enloqueciendo o que realmente podía escuchar lo que la gente pensaba.
Aterrado puse seguro a la puerta, pero las voces e imágenes no se iban, los zumbidos persistían, eran interminables pantallazos que se sucedían a una velocidad inimaginable.  El nuevo amanecer me encontró sentado en la cama, no dormí, no pensé, solo intentaba ver  lo que pasaba dentro de mí. Nunca tuve buena memoria, era más bien de mente  creativa poco dado a la memorización de datos. Pero por ahora, por increíble que parezca, podía acceder a una amplia información de datos que aparecían de la nada en mi cerebro. Asombrado me dije por la mañana: ¡Tengo a Google y Wikipedia metido en la cabeza! Pero no era que pudiera leer como en una computadora, la información era parte de mi memoria y estaba  ahí con solo desearlo y podía  acceder y usar diferente información al mismo tiempo.

Al paso de los días afinaba  mi control  y dominio sobre las habilidades obtenidas. Evolucionaba, mutaba con gran rapidez, ingresaba en las redes,  y violaba la seguridad, obteniendo información privilegiada por la que muchos países y grandes empresas matarían o  pagarían mucho dinero.
Tomar el control de cajeros  era juego de niños, hackear  portales gubernamentales no me divertían en absoluto. Tenía la información del mundo en mis manos.

Los gobiernos y los grandes emporios empezaron a notar mi presencia, sus sofisticados algoritmos no dejaron de percibir  la violación de sus sistemas de seguridad y empezaron una cacería  sin precedentes.

Mis amigos que subieron al volcán, también sufrieron cambios, yo fui el primero y mi amigo de aventura siguió mis pasos con menos fortuna. Enloquecido recitaba en varios idiomas, que a fe de sus padres desconocía; durante horas  se le escuchaba parlotear libros enteros, enciclopedias, discursos castristas, fórmulas matemáticas, química y física, hasta desfallecer.
Los médicos asombrados  fueron incapaces de diagnosticar  el padecimiento; así mi amigo Ángel, expandía sus capacidades  sin la directriz de su conciencia.
Al paso de las semanas y meses, la enfermedad  se replicó en los compañeros que escalamos  el volcán, una decena de jóvenes con una inexplicable enfermedad. Todos ellos fueron aislados; el gobierno estaba preocupado, se daba cuenta de las habilidades desarrolladas y los consideró una grave amenaza a la seguridad  nacional.

Pero el agente contaminante se comportaba como un  virus selectivo que solo contaminaba a los jóvenes. Quienes presentaban síntomas eran aislados inmediatamente  en instalaciones de alta seguridad. Sus familiares no los volvían a ver.

Estábamos evolucionando,  eso no lo querían, no podían permitir ciudadanos  con semejantes poderes. la evolución ya había escogido el camino, saltando del carbono, las células  y la naturaleza orgánica  a las ondas electromagnéticas, a la energía pulsante  de la que está echo el mismo Universo. Ahora evolucionábamos a saltos, del bit digital, al bit cuántico; pronto seriamos seres de viva energía; dioses para ellos que se empeñaban en destruir  nuestro crecimiento.
Ellos, los hombres que gobiernan, no lo sabían, no podrían detenernos, el mundo ya era nuestro y ellos no tenían cavidad , eran gusanos arrastrándose en el fango.

viernes, 29 de mayo de 2020

Asombroso caso de combustión espontanea humana.




Yo lo conocí, era un hombre  muy maduro, casi viejo, o envejecido  por una enfermedad  que lo obligaba a usar bastón. El hombre era solitario, amargado, salía muy poco y quienes lo trataban por la despensa y el mandado, lo consideraban hosco y grosero.

Combustión espontanea humanaVivía en una casona de la colonia Cuauhtémoc; la última casa de una calle larga y solitaria. En esos días  usaba mi tiempo libre haciendo reparaciones de fugas  de agua, destapando caños, soldando o instalando tuberías. El oficio de plomero, como otros que me ayudaron a mantener mi carrera de ingeniería lo aprendí de mi tío, que era un mil usos y gastaba los pesos ganados bebiendo en la cantina.
El hombre de la casona me contactó, tenía un grave problemas de fuga de agua que le inundaba el piso. Lo visité durante una semana, reparando fugas y  cambiando la vieja tubería.


El anciano tenía nombre, se llamaba Manuel y era solitario y maniaco, me di cuenta que temía al fuego y ni de chiste se acercaba cuando encendía el soplete. Lo vi en más de una ocasión, el terror se pintaba en su cara cuando el fuego calentaba las tuberías y él salía huyendo de la estancia.

Al quinto día  me introduje a la habitación,  le había pedido con antelación que abriera la puerta, en ese lugar  cerrado, debía estar el mayor problema de las fugas. A regañadientes lo hizo, me abrió la puerta, pero él no entró. Era una habitación bastante húmeda,  en las paredes se veía el efecto que la humedad causa a través de largo tiempo. Retiré un viejo mueble que al moverlo casi se deshace de lo podrido.

Cayeron papel, carpetas y sobres. La curiosidad me ganó y empecé a curiosear y leer increíbles historias de las que no podía creer. El hermano, el tío, la tía  y el padre habían muerto calcinados, sentados en la mecedoras o acostados en la cama. En una de las  fotos pegadas al legajo, donde narraba el caso de su padre, se apreciaba la cama, en ella se  veía delimitado por feroz calcinación, la figura de un cuerpo o los restos donde  nomás quedaron cenizas de lo que a decir del relato, eran del cuerpo del anciano.

Seguí leyendo ávido de morbo. Por la tarde, frente a la mujer que llevaba la merienda del anciano, hombre decrepito  imposibilitado para caminar, comenzó a quejarse de oleadas de calor que subían del estómago, por la cavidad toráxica, hasta llegar a la cabeza. No era la primera vez que se quejaba del intenso calor, pero a decir de la mujer que lo atendía, era cosa que pronto se le pasaba.
Sin embargo, en esa ocasión, ocurrió algo increíble. La mujer relata que el pobre viejo cuando más se quejaba, empezó a humear del vientre, antes de incinerarse con tal intensidad que el calor consumió su cuerpo en cosa de minutos. El asombroso fenómeno amenazaba con causar un incendio de proporciones devastadoras, pero el fuego parecía respetar todo el mobiliario, consumiendo el cuerpo como si de una yesca se tratara.  La viva grasa del cuerpo parecía alimentar la hornaza y aquella vela humana se consumía por completo.

Aterrado desvié la mirada, ahí estaba la cama, calcinada, las mismas sábanas, el mismo colchón quemado.

Cada legajo de papel, contaba  historias terroríficas de personas que ardían de manera espontánea, desapareciendo en minutos, dejando como único rastro de su paso por la vida, montículos de cenizas. El tío ardió en una mecedora de madera quedando casi intacta, solo carbonizados los pasamanos y las sentaderas; la tía en el comedor, comiendo filetes y papas fritas. Las historias se repetían, documentadas por el terror y la paranoia.

Toda la tarde estuve en la habitación, al terminar  la faena del día, miré al hombre con asombro, había cambiado ante mis ojos, ya no era el viejo gruñón y medio loco, era la victima de una terrible maldición.

Investigué sobre el tema, en Google, había suficiente información; hasta en Wikipedia  tenían una página sobre “Combustiónespontanea”, y los terroríficos casos  de la Combustión espontanea humana”, personas marcadas por una maldición  o un organismo con una genética capaz de generar el suficiente calor para hacer arder el cuerpo hasta desaparecerlo; una falla de la programación  del diseño humano; que al ejecutarse se destruye  sin dejar prueba alguna  de tan atroz suceso.
El último día de trabajo, por la tarde, el hombre, sentado en un sofá, me llamó para pagarme y decirme de un extraño y excelente humor que estaba satisfecho con mi trabajo. Le di las gracias y me dispuse a retirarme.

Escuché un quejido y mi fino olfato percibió extraño olor.  Volví, me di la vuelta y vi al anciano retorcerse y un humo  negro salir de su vientre. El humo negro se convirtió en un fuego que parecía alimentado por un agresivo acelerante, ese fuego como pólvora corrió por todo el cuerpo comiendo la carne y los huesos, tan rápido  que fue imposible hacer nada.

Me quedé impávido, mirando al viejo consumirse hasta los huesos, pronto no quedó  nada; solo cenizas y un cómodo sillón humeando.



martes, 26 de mayo de 2020

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