Yo lo conocí, era un hombre muy maduro, casi viejo, o envejecido por una enfermedad que lo obligaba a usar bastón. El hombre era
solitario, amargado, salía muy poco y quienes lo trataban por la despensa y el
mandado, lo consideraban hosco y grosero.
Vivía en una casona de la colonia
Cuauhtémoc; la última casa de una calle larga y solitaria. En esos días usaba mi tiempo libre haciendo reparaciones
de fugas de agua, destapando caños,
soldando o instalando tuberías. El oficio de plomero, como otros que me
ayudaron a mantener mi carrera de ingeniería lo aprendí de mi tío, que era un
mil usos y gastaba los pesos ganados bebiendo en la cantina.
El hombre de la casona me
contactó, tenía un grave problemas de fuga de agua que le inundaba el piso. Lo
visité durante una semana, reparando fugas y
cambiando la vieja tubería.
El anciano tenía nombre, se
llamaba Manuel y era solitario y maniaco, me di cuenta que temía al fuego y ni
de chiste se acercaba cuando encendía el soplete. Lo vi en más de una ocasión,
el terror se pintaba en su cara cuando el fuego calentaba las tuberías y él
salía huyendo de la estancia.
Al quinto día me introduje a la habitación, le había pedido con antelación que abriera la
puerta, en ese lugar cerrado, debía
estar el mayor problema de las fugas. A regañadientes lo hizo, me abrió la
puerta, pero él no entró. Era una habitación bastante húmeda, en las paredes se veía el efecto que la
humedad causa a través de largo tiempo. Retiré un viejo mueble que al moverlo
casi se deshace de lo podrido.
Cayeron papel, carpetas y sobres.
La curiosidad me ganó y empecé a curiosear y leer increíbles historias de las
que no podía creer. El hermano, el tío, la tía
y el padre habían muerto calcinados, sentados en la mecedoras o
acostados en la cama. En una de las
fotos pegadas al legajo, donde narraba el caso de su padre, se apreciaba
la cama, en ella se veía delimitado por
feroz calcinación, la figura de un cuerpo o los restos donde nomás quedaron cenizas de lo que a decir del
relato, eran del cuerpo del anciano.
Seguí leyendo ávido de morbo. Por
la tarde, frente a la mujer que llevaba la merienda del anciano, hombre
decrepito imposibilitado para caminar,
comenzó a quejarse de oleadas de calor que subían del estómago, por la cavidad
toráxica, hasta llegar a la cabeza. No era la primera vez que se quejaba del
intenso calor, pero a decir de la mujer que lo atendía, era cosa que pronto se
le pasaba.
Sin embargo, en esa ocasión,
ocurrió algo increíble. La mujer relata que el pobre viejo cuando más se quejaba,
empezó a humear del vientre, antes de incinerarse con tal intensidad que el
calor consumió su cuerpo en cosa de minutos. El asombroso fenómeno amenazaba
con causar un incendio de proporciones devastadoras, pero el fuego parecía
respetar todo el mobiliario, consumiendo el cuerpo como si de una yesca se
tratara. La viva grasa del cuerpo
parecía alimentar la hornaza y aquella vela humana se consumía por completo.
Aterrado desvié la mirada, ahí
estaba la cama, calcinada, las mismas sábanas, el mismo colchón quemado.
Cada legajo de papel,
contaba historias terroríficas de
personas que ardían de manera espontánea, desapareciendo en minutos, dejando
como único rastro de su paso por la vida, montículos de cenizas. El tío ardió
en una mecedora de madera quedando casi intacta, solo carbonizados los
pasamanos y las sentaderas; la tía en el comedor, comiendo filetes y papas
fritas. Las historias se repetían, documentadas por el terror y la paranoia.
Toda la tarde estuve en la
habitación, al terminar la faena del día,
miré al hombre con asombro, había cambiado ante mis ojos, ya no era el viejo
gruñón y medio loco, era la victima de una terrible maldición.
Investigué sobre el tema, en
Google, había suficiente información; hasta en Wikipedia tenían una página sobre “Combustiónespontanea”, y los terroríficos casos de
la Combustión espontanea humana”, personas marcadas por una maldición o un organismo con una genética capaz de
generar el suficiente calor para hacer arder el cuerpo hasta desaparecerlo; una
falla de la programación del diseño
humano; que al ejecutarse se destruye
sin dejar prueba alguna de tan
atroz suceso.
El último día de trabajo, por la
tarde, el hombre, sentado en un sofá, me llamó para pagarme y decirme de un
extraño y excelente humor que estaba satisfecho con mi trabajo. Le di las
gracias y me dispuse a retirarme.
Escuché un quejido y mi fino
olfato percibió extraño olor. Volví, me
di la vuelta y vi al anciano retorcerse y un humo negro salir de su vientre. El humo negro se
convirtió en un fuego que parecía alimentado por un agresivo acelerante, ese
fuego como pólvora corrió por todo el cuerpo comiendo la carne y los huesos,
tan rápido que fue imposible hacer nada.
Me quedé impávido, mirando al
viejo consumirse hasta los huesos, pronto no quedó nada; solo cenizas y un cómodo sillón
humeando.
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