La maldición de la cueva





Para llegar a la cueva, mucha gente, sobre todo los viejos daban cuentas de caminos que marcaban  su ubicación; con estas mismas instrucciones advertían del peligro de acercarse a ella; contaban historias de osados aventureros que se lanzaron en su búsqueda y de los que nunca jamás se volvió a saber nada.

Solo uno regresó y… como si nunca hubiera regresado; era hijo de Eliseó, un bracero que iba y venía del norte; averiguó y averiguó, preguntando por todos lados y subió a los cerros por los caminos prohibidos que llevan a la cueva. Cuando regresó era un muerto en vida, caminaba sin poder ver por dónde, el cabello blanco a pesar de sus 25 años, mudo, arrugado y gruñendo como animal. Terminó sus días acurrucado en el piso, echado como animal, temblando como si el mismo diablo le metiera ese   miedo que no lo dejaba en la carne y en los huesos.

En  la cueva maldita, de la que nadie sabía su paradero a pesar de que todos daban indicios de ella, se encontraba perdida en los cerros, entre la intrincada vegetación, en algún lugar maldito, oculta por hordas de demonios. En esa cueva, un grupo de alzados que andaban a salto de mata, la descubrieron por accidente; un refugio natural donde podían guarecerse de la ley, de  la lluvia, el sol y las fieras del monte.
Pronto se volvieron famosos, cometían fechorías, cada vez más atrevidas y desaparecían sin que nadie pudiera encontrarlos. Asaltaban, secuestraban y asesinaban con impunidad, atesorando un increíble botín. Cada día se volvían más osados, se volvieron noticia nacional, cuando secuestraron a la senadora, hija de uno de los hombres más ricos de México. Dicen que cobraron un rescate incalculable, se les pagó cada peso que pidieron, su peso en oro de la mujer, miles de centenarios que cargaron en carretas tiradas por mulas, aun así, nunca más se supo de la pobre mujer.
El padre de la senadora, hombre poderoso y dado a las ciencias ocultas, tramó una terrible  venganza, un castigo en esta vida y en la otra.

Se rodeo de hombres peligrosos, seres perversos, sin alma ni entrañas; todos ellos al mando de un poderoso brujo, un indígena, descendiente directo de la malinche; un personaje capaz de invocar a los viejos dioses aztecas y lidiar con las oscuras fuerzas de la iglesia.
Saturnino era un chamán de edad indefinida, odiado y temido por todos, aseguraba que, en la primavera, cumpliría 205 años y que había muerto tres veces y que aún le quedaban seis vidas. Había jurado lealtad al padre de la senadora, castigaría a los culpables, pagarían una eternidad por el crimen cometido.

La gavilla de criminales fue acorralada, huyeron rumbo al refugio de la cueva, sin saber que eran perseguidos por un verdadero demonio. Melquiades el cabecilla, un asesino despiadado sin alma ni arrepentimiento, maldecía   cuando llegaron a la cueva, se ufanaba  con orgullo malsano de la confianza que le producía el refugio y exclamó: “De  aquí ni Dios nos saca”,  se carcajeó festejando su seguridad. Seguramente no sabía que Dios los había abandonado  hace tiempo y que el diablo ya  iba por ellos.
Pasada la medianoche, Melquiades se ponía nervioso, en la oscuridad escuchaba  murmullos y gruñidos de bestias hambrientas; los oía rasgar la tierra y  husmear la entrada. La gavilla de criminales pasó la noche en vela, cuidándose de las bestias que merodeaban y que por alguna razón les paraban los pelos de punta.
Enclavados en los profundo del monte, en una cueva oculta y secreta, no temían de sus enemigos, pero si eran temerosos de bestias sobrenaturales, de naguales  que pudieran roer sus espíritus.

Cuando amaneció, envalentonados por la claridad, salieron de la cueva. Estaban rodeados, las armas apuntaban  y ellos levantaron las manos en señal de rendición.  Melquiades era arrogante y enfrentó a los hombres con el cinismo que caracteriza a los delincuentes que se saben perdidos.
Uno a uno los hombres de Melquiades fueron hechos prisioneros y colgados en ganchos carniceros como si de peces se trataran. Fueron condenados al sufrimiento eterno, a padecer la tortura de ser comidos por las hormigas arrieras una y otra vez, como en el primer día, cada amanecer se renovaban las carnes y el dolor; mientras la cueva estuviera sellada, cada día sería de tortura infernal.
Saturnino maldijo la cueva y sus alrededores, sus caminos, sus arroyos, sus árboles y hasta sus animales que se convirtieron en bestias vigilantes. De la tierra hizo nacer  seres de castigo, pequeños pero poderosos, capaces de infundir dolor y terror inenarrable; ellos vigilarían los caminos, por los siglos de los siglos.



viernes, 5 de junio de 2020

La leyenda del hombre de maíz




Mi abuela le dio vida, invocando a las oscuras fuerzas de sus antepasados,  dioses poderosos y terribles, seres innombrables, poseedores  de grandes poderes, ocultos en las profundidades de la memoria del tiempo y la noche, en los lugares donde los humanos no sabrán llegar jamás.
Pero mi abuela lo sabía, conocía el horrible  secreto  que los podía  arrancar de su cárcel de centurias, conocía las consecuencias de hacerlo, de traer el horror vivo a la tierra.
La dominaba el odio y el deseo de venganza, se había anidado en ella  desde el día que mataron a mi abuelo, cuando lo emboscaron enemigos arteros y cobardes sin darle ninguna oportunidad de defenderse.
Mi abuela  nació con un don, dicen que a los seis años sabía curar  el mal de ojo y el espanto, que a media noche y en encrucijadas platicaba con la oscuridad; que durante la tormenta los rayos la respetaban y las fieras del monte se rendían como tiernas mascotas.
Lo pensó por largo tiempo y al año de la muerte de mi abuelo, amasó lodo y maíz, lágrimas, sangre, venganza y sudor. De ese nixtamal de vida, molió  por días la masa; una suave, cálida y oscura  masa con la que iba amasando una forma humana.
En la cuarta semana, la escultura  de maíz era enorme y robusto, se miraba tendida como un hombre mal hecho, de rostro atemorizante, frente y mentón prominente, brazos  largos y gruesos  como troncos de tamarindo.
Los ojos, dos peñascos de arroyo, la nariz,  una deforme mazorca, la boca, una hendidura anodina que no daba al rostro ninguna animosidad.
La noche de la tormenta llena de rayos y centellas como no se tenía memoria en la región, fue una noche feroz, los rayos derribaron gran cantidad de árboles milenarios y mataron tanto ganado que por la mañana humeaba la barbacoa en cientos de lugares. El gordo ganado yacía tendido, la fulminante centella los atravesó de lado a lado, entrando por la boca y cocinándolos tan perfectos que la carne se desprendía suave de los huesos.
Mi abuela invocaba el terror, lo llamaba en medio de la noche sacudida en sus cimientos por las terribles fuerzas liberadas. Un rayo sacudió el jacal de la abuela, centelleó desde el cielo el relámpago, el más poderoso y destructor. Cuando el espanto y la destrucción se disipó, ya no existía el jacal, sólo mi abuela estaba de pie, junto al hombre de maíz.
Las dos piedras de arrollo brillaron al rojo vivo, la boca  se torció perversa y aquel rostro sin pasiones se llenó de diabólico coraje. El hombre de maíz se incorporó, grande, inmenso, dio sus primeros pasos y se perdió en el monte.
Mi abuela empezó a reír, una risa escandalosa y sin cordura. Un viento furioso, una sombra la arrebato de la tierra y se perdió para siempre.
El hombre de maíz vagaba de noche y de día, sembrando el terror, destripando sin piedad animales y hombres. Haciendas, ganado, familias fueron destruidas, nada quedaba, más que el miedo y el terror.
Cuando el último de los hombres que participaron en la emboscada del abuelo fue castigado; el hombre de maíz no paró, siguió hasta que no hubo ser vivo en cientos de kilómetros, entonces se tendió confundiéndose en la tierra como un montículo; llovió, y, llovió y el agua se encargó de borrar  todo rastro del hombre de maíz.


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