Mi abuela le dio vida,
invocando a las oscuras fuerzas de sus antepasados, dioses poderosos y terribles, seres
innombrables, poseedores de grandes
poderes, ocultos en las profundidades de la memoria del tiempo y la noche, en
los lugares donde los humanos no sabrán llegar jamás.
Pero mi abuela lo
sabía, conocía el horrible secreto que los podía
arrancar de su cárcel de centurias, conocía las consecuencias de
hacerlo, de traer el horror vivo a la tierra.
La dominaba el odio y
el deseo de venganza, se había anidado en ella
desde el día que mataron a mi abuelo, cuando lo emboscaron enemigos
arteros y cobardes sin darle ninguna oportunidad de defenderse.
Mi abuela nació con un don, dicen que a los seis años
sabía curar el mal de ojo y el espanto,
que a media noche y en encrucijadas platicaba con la oscuridad; que durante la
tormenta los rayos la respetaban y las fieras del monte se rendían como tiernas
mascotas.
Lo pensó por largo
tiempo y al año de la muerte de mi abuelo, amasó lodo y maíz, lágrimas, sangre,
venganza y sudor. De ese nixtamal de vida, molió por días la masa; una suave, cálida y
oscura masa con la que iba amasando una
forma humana.
En la cuarta semana,
la escultura de maíz era enorme y
robusto, se miraba tendida como un hombre mal hecho, de rostro atemorizante,
frente y mentón prominente, brazos
largos y gruesos como troncos de
tamarindo.
Los ojos, dos peñascos
de arroyo, la nariz, una deforme
mazorca, la boca, una hendidura anodina que no daba al rostro ninguna
animosidad.
La noche de la
tormenta llena de rayos y centellas como no se tenía memoria en la región, fue una
noche feroz, los rayos derribaron gran cantidad de árboles milenarios y mataron
tanto ganado que por la mañana humeaba la barbacoa en cientos de lugares. El
gordo ganado yacía tendido, la fulminante centella los atravesó de lado a lado,
entrando por la boca y cocinándolos tan perfectos que la carne se desprendía
suave de los huesos.
Mi abuela invocaba el
terror, lo llamaba en medio de la noche sacudida en sus cimientos por las
terribles fuerzas liberadas. Un rayo sacudió el jacal de la abuela, centelleó
desde el cielo el relámpago, el más poderoso y destructor. Cuando el espanto y
la destrucción se disipó, ya no existía el jacal, sólo mi abuela estaba de pie,
junto al hombre de maíz.
Las dos piedras de
arrollo brillaron al rojo vivo, la boca
se torció perversa y aquel rostro sin pasiones se llenó de diabólico
coraje. El hombre de maíz se incorporó, grande, inmenso, dio sus primeros pasos
y se perdió en el monte.
Mi abuela empezó a
reír, una risa escandalosa y sin cordura. Un viento furioso, una sombra la
arrebato de la tierra y se perdió para siempre.
El hombre de maíz
vagaba de noche y de día, sembrando el terror, destripando sin piedad animales
y hombres. Haciendas, ganado, familias fueron destruidas, nada quedaba, más que
el miedo y el terror.
Cuando el último de
los hombres que participaron en la emboscada del abuelo fue castigado; el
hombre de maíz no paró, siguió hasta que no hubo ser vivo en cientos de
kilómetros, entonces se tendió confundiéndose en la tierra como un montículo;
llovió, y, llovió y el agua se encargó de borrar todo rastro del hombre de maíz.
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