La asombrosa Trepanación



Cráneo perforado
Los incas realizaron una perforación en este cráneo en un intento de obligar a salir a un espíritu malévolo, procedimiento que en la actualidad se conoce con el nombre de trepanación. Es la forma más antigua de intervención médica que se conoce y fue considerada una forma de curación de lesiones craneales, enajenación mental e incluso cefaleas.


Trepanación, escisión mediante cirugía de un fragmento de hueso del cráneo en forma de disco, como vía de acceso al interior de la cavidad craneal, o para resolver situaciones en las que aparece un aumento de la presión intracraneal. La circunstancia más habitual que requiere la realización de una trepanación es la aparición de una hemorragia en el espacio situado entre el cerebro y el cráneo. Si no se procede a la evacuación de estos cúmulos de sangre, se puede producir una lesión cerebral irreversible por compresión, e incluso la muerte.
El trépano es el instrumento que se emplea para cortar el hueso craneal. Consiste en una sierra circular con un mecanismo que evita la penetración a las estructuras subyacentes. Habitualmente el fragmento óseo escindido se repone al finalizar la intervención, aunque en algunas circunstancias puede ser reemplazado por otros materiales, como metales o cementos especiales. La trepanación es la intervención quirúrgica más antigua de la que se tiene referencia. Se han encontrado cráneos fósiles que demuestran que la trepanación ya se realizaba en el neolítico. En la antigüedad, las trepanaciones se llevaban a cabo en circunstancias como fracturas de cráneo, ataques convulsivos o demencia. En el antiguo Egipto y en Sumer, los discos de hueso procedentes de las trepanaciones se tallaban y se utilizaban como amuletos religiosos.


martes, 8 de marzo de 2011

La asombrosa Transmigración del alma


Transmigración
Transmigración, tránsito del alma a un nuevo cuerpo o nueva forma de ser. Transmigración y reencarnación, o renacimiento de un alma en un nuevo cuerpo (en particular en un nuevo cuerpo humano), son hasta cierto punto sinónimos. Metamorfosis y resurrección no son sinónimos de transmigración. Metamorfosis es la transformación de un ser vivo en otra forma o substancia de vida (como una persona en un árbol); resurrección, sobre todo en la doctrina cristiana, es la vuelta del cuerpo a la vida después de la muerte.
Los antiguos egipcios creían en la transmigración de las almas; a su muerte eran embalsamados para proteger el cuerpo a fin de que pudiera acompañar al mundo siguiente al ka, una fuerza alentadora que era la réplica del cuerpo. Entre los antiguos griegos la transmigración era una doctrina asociada de forma estrecha a los discípulos del filósofo y matemático Pitágoras. Según las doctrinas pitagóricas el alma sobrevive a la muerte física, siendo inmortal y quedando confinada en el cuerpo. Tras una serie de renacimientos en otros cuerpos, y siguiendo a cada renacimiento un periodo de purificación en el averno, el alma queda libre para siempre del ciclo de las reencarnaciones.
Platón afirmaba que el alma es eterna, preexistente, y por completo espiritual. Una vez que ha entrado en el cuerpo tiende a hacerse impura por su asociación con las pasiones humanas; sin embargo conserva un mínimo conocimiento de las existencias anteriores. La liberación del cuerpo se produce en exclusiva cuando el alma ha pasado por una serie de transmigraciones. Si el alma ha tenido buen carácter en sus diversas existencias puede regresar a un estado de ser puro. Pero si su carácter ha continuado deteriorándose en sus transmigraciones acaba en Tártaro, el lugar de eterna condenación.
La idea de transmigración nunca fue adoptada por el judaísmo ni por el cristianismo ortodoxo. Entre los judíos sólo la adoptaron los cabalistas místicos como parte de su sistema filosófico. Los gnósticos y los maniqueos también creyeron en la transmigración, pero los cristianos primitivos que adoptaron la filosofía gnóstica y el maniqueísmo fueron declarados herejes por la Iglesia.
En la filosofía y el pensamiento religioso oriental, la creencia en la transmigración parece no haber formado parte de las antiguas creencias religiosas de los conquistadores arios de la India; aparece por primera vez en forma doctrinal en la recopilación religiosa y filosófica india de los Upanisad, aunque desde entonces samsara (el término sánscrito para transmigración) ha sido uno de los principales dogmas de las tres principales religiones orientales: hinduismo, budismo, y jainismo. Según el hinduismo popular moderno, el estado en el que renace el alma está predeterminado por las buenas o malas acciones (karma) cometidas en anteriores encarnaciones; las almas de los que hacen el mal, por ejemplo, renacen en estados inferiores (como animales, insectos, y espíritu de los árboles). Por último, la liberación de samsara y karma se consigue después de la expiación de las malas obras y el reconocimiento de que el alma individual (atmán) y el alma universal (Brahman) son idénticas. El budismo rechaza de forma taxativa la existencia del atmán. Sin embargo, su conceptualización de la cadena causa-efecto de los renacimientos es en la práctica indistinguible de la doctrina hindú de la transmigración.
Desde tiempos antiguos, las sociedades menos estructuradas que las que abrazaron las principales religiones orientales u occidentales han creído también en diversas formas de transmigración. Suponían que el cuerpo está habitado por una sola alma o esencia vital, que se creía que se separaba del cuerpo con la muerte (y también en el sueño), saliendo por la boca o por la nariz. Separada del cuerpo tras la muerte física, el alma busca un nuevo cuerpo donde vivir, y si fuera necesario entrará en el cuerpo de un animal o de alguna otra forma de vida inferior. Entre estas culturas se creía que la reencarnación se lograba por la transmigración del alma de una persona muerta al cuerpo de un niño de la misma familia, y la posterior animación del niño. Los parecidos familiares se establecerían gracias a este proceso.

Tycho Brahe y la astronomía



Las aportaciones del astrónomo danés del siglo XVI, Tycho Brahe, fueron fundamentales para el desarrollo de las leyes del movimiento de los planetas. Crombie, en esta gran obra sobre la historia de la ciencia, describe algunas de las observaciones en las que se basó el eminente astrónomo para formular sus teorías sobre los movimientos celestes.
Fragmento de Historia de la Ciencia: De San Agustín a Galileo/2.
De A. C. Crombie.
El sistema copernicano apelaba primero a tres clases de intereses. Las Tablas Alfonsinas habían causado insatisfacción porque eran antiguas y no correspondían ya a las posiciones observadas de las estrellas y planetas, y porque diferían de Ptolomeo en la precesión de los equinoccios y añadían otras esferas más allá de su novena, desviaciones ofensivas para humanistas que creían que la perfección del conocimiento se había de encontrar en las obras clásicas. Todos los astrónomos prácticos, cualesquiera que fueran sus opiniones sobre la hipótesis de la rotación de la Tierra, se cambiaron a las Tablas Prusianas del siglo xvi, calculadas según el sistema de Copérnico, aunque, de hecho, eran escasamente más exactas. Algunos humanistas consideraron a Copérnico como el restaurador de la pureza clásica de Ptolomeo. Otro grupo de autores, como el físico Benedetti, Bruno y Pedro de La Ramée o, como era llamado, Petrus Ramus (1515-1572), vieron en el sistema de Copérnico un palo con el que golpear a Aristóteles. Finalmente, científicos como Tycho Brahe, Guillermo Gilbert (1540-1603), Kepler y Galileo vieron toda la significación del De Revolutionibus e intentaron unificar las observaciones, las descripciones geométricas y la teoría física. Fue a causa de la ausencia de esa unidad por lo que hasta el final del siglo xvi, mientras todos utilizaban las Tablas Prusianas, nadie hizo progresar la teoría astronómica. La contribución de Tycho Brahe fue el darse cuenta de que ese progreso exigía observaciones cuidadosas y el hacer esas observaciones.
La obra principal de Tycho fue realizada en Uraniborg, el observatorio construido para él en Dinamarca por el rey. Su primera tarea fue mejorar los instrumentos entonces usados. Aumentó mucho su tamaño, construyendo un cuadrante con un radio de 19 pies y un globo celeste de cinco pies de diámetro, y perfeccionó los métodos de mirar y de graduación. También determinó los errores de sus instrumentos, dio los límites de precisión de sus observaciones y tuvo en cuenta el efecto de la refracción atmosférica sobre las posiciones aparentes de los cuerpos celestes. Antes de Tycho Brahe se acostumbraba a hacer las observaciones de una manera hasta cierto punto fortuita, por eso no había habido una reforma radical de los datos antiguos. Tycho hizo observaciones regulares y sistemáticas de errores conocidos, que revelaron problemas ocultos hasta entonces en las imprecisiones anteriores.
Su primer problema surgió cuando apareció una nueva estrella en la constelación Casiopea, el 11 de noviembre de 1572, y permaneció hasta principios de 1574. La opinión científica recibió un fuerte golpe con ello. Tycho intentó determinar su paralaje y demostró que era tan pequeño que la estrella debía estar más allá de los planetas y ser adyacente a la Vía Láctea. Aunque él mismo nunca la aceptó completamente, había sido demostrada definitivamente la mudabilidad de la sustancia celeste. También, aunque los cometas habían sido observados regularmente desde los días de Regiomontano, Tycho fue capaz de demostrar, con sus instrumentos más perfectos, que el cometa de 1577 estaba más allá del Sol y que su órbita debía haber pasado a través de las esferas celestes sólidas, si ellas existían. También se apartó del ideal platónico y sugirió que las órbitas de los cometas no eran circulares, sino ovaladas. Además, la teoría aristotélica sostenía que los cometas eran manifestaciones en el aire. Es significativo que, aunque hubiera sido posible con instrumentos disponibles en la Antigüedad demostrar que los cometas penetraban en el mundo inmutable más allá de la Luna, esas observaciones no se realizarán de hecho hasta el siglo xvi. En 1557, Jean Pena, matemático real en París, había defendido con razonamiento óptico que algunos cometas estaban más allá de la Luna y había rechazado, por tanto, las esferas de fuego y de los planetas. Afirmó que el aire se extendía hasta las estrellas fijas. Tycho fue más allá y abandonó las dos teorías aristotélicas de los cometas y de las esferas sólidas. Al mismo tiempo, el descubrimiento de tierra esparcida por todo el globo llevó a los filósofos de la naturaleza, como Cardano, a abandonar la teoría de esferas concéntricas de tierra y agua, basada en la doctrina aristotélica del lugar natural y del movimiento. Defendieron que el mar y la tierra formaban una única esfera.
Mientras Tycho suministraba las observaciones sobre las cuales basar una descripción geométrica precisa de los movimientos celestes, se vio obligado por dificultades, tanto físicas como bíblicas, a rechazar la rotación de la Tierra. No creía que Copérnico hubiese respondido a las objeciones físicas aristotélicas. Además, antes de que el invento del telescopio hubiera revelado el hecho de que las estrellas fijas, contrariamente a los planetas, aparecen como meros puntos luminosos, y no como discos, se creía habitualmente que brillaban por la luz reflejada, y su brillo era tomado como una medida de su magnitud. Tycho dedujo, por tanto, de la ausencia de paralaje estelar anual observable, que el sistema copernicano podía implicar la conclusión de que las estrellas tenían diámetros de dimensiones increíbles. Elaboró un sistema propio (1588), en el que la Luna, el Sol y las estrellas fijas giraban alrededor de la Tierra estática, mientras que los cinco planetas giraban alrededor del Sol. Esto era geométricamente equivalente al sistema de Copérnico, pero evitó lo que creía defectos físicos del último e incluyó las ventajas de sus observaciones. Continuó como una alternativa del de Copérnico (o Ptolomeo) durante la primera mitad del siglo xvii; y cuando Tycho legó sus observaciones a Kepler, que había venido a trabajar con él, le pidió que lo utilizase en la interpretación de sus datos.
Fuente: Crombie, A. C. Historia de la Ciencia: De San Agustín a Galileo/2. Versión de José Bernia. Madrid: Alianza Editorial, 1979.


El asombroso Triángulo de las Bermudas



Triángulo de las Bermudas, espacio también conocido como el Triángulo del Diablo y el Limbo de los Perdidos, área geográfica de 3.900.000 kilómetros cuadrados entre las islas Bermudas, Puerto Rico y Melbourne (Florida) (situado de 55°O a 85°O y de 30°N a 40°N), en la que se han producido numerosas desapariciones inexplicables de barcos y aviones.
El misterio se remonta a mediados del siglo XIX, y desde entonces un total de más de cincuenta barcos y veinte aviones han desaparecido en el triángulo. Uno de los casos más famosos fue la desaparición del vuelo 19. Cinco bombarderos estadounidenses tipo Torpedo abandonaron Fort Lauderdale el 5 de diciembre de 1945, en un vuelo de entrenamiento rutinario y con buenas condiciones meteorológicas. Ninguno volvió. Incluso el hidroavión que se envió a buscarlos desapareció. Otras historias de la región hablan de barcos encontrados abandonados con comida aún caliente en las mesas y aviones que desaparecen sin siquiera haber lanzado una llamada de socorro. La ausencia de restos se alega a menudo como prueba del misterioso poder del triángulo.
Hay explicaciones de todo tipo, incluyendo rayos mortales que proceden de la Atlántida y secuestros de un ovni (Objeto Volante No Identificado). Los análisis menos fantasiosos apuntan a que las fuertes corrientes y la profundidad de las aguas podrían explicar la ausencia de restos, subrayando que varias de las desapariciones atribuidas al triángulo de las Bermudas en realidad ocurrieron a 600 kilómetros de distancia. Además, naves civiles y militares atraviesan la región todos los días sin contratiempos. En cuanto se perfeccionen las técnicas de inmersión en aguas profundas es probable que se recuperen la mayoría de los barcos perdidos, aunque también es probable que el misterio del triángulo de las Bermudas permanezca durante mucho tiempo aún en la imaginación.

lunes, 7 de marzo de 2011

Zubiri: la intelección como aprehensión



A continuación se puede leer el primer capítulo (“La intelección como acto: la aprehensión”) de Inteligencia y realidad, obra de Xavier Zubiri y primer título de su afamada trilogía Inteligencia sentiente.
Fragmento de Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad.
De Xavier Zubiri.
Capítulo 1.
En esta primera parte del libro me propongo estudiar qué es eso que llamamos inteligir. Desde los orígenes mismos de la filosofía se ha partido de contraponer el «inteligir» a lo que llamamos «sentir». Intelección y sensación serían dos formas, en buena parte opuestas..., ¿de qué? La filosofía griega y medieval entendieron el inteligir y el sentir como actos de dos facultades esencialmente distintas. La contraposición de inteligir y sentir sería la contraposición de dos facultades. Para simplificar la discusión llamaré «cosa» a aquello que es lo inteligido y lo sentido. No se trata de «cosa» en el sentido de lo que hoy significa el vocablo cuando se habla de «cosismo», en el cual cosa se opone a algo que tiene un modo de ser «no-cósico», por así decirlo, por ejemplo la vida humana, etc. Pero aquí empleo el término cosa en su sentido más trivial como mero sinónimo de «algo». Pues bien, la filosofía griega y medieval ha considerado inteligir y sentir como actos de dos facultades, determinada cada una de ellas por la acción de las cosas. Pero esto, sea o no verdad, es desde luego una concepción que no puede servirnos de base positivamente, porque justamente se trata de facultades. Una facultad se descubre en sus actos. Por tanto es al modo mismo de inteligir y de sentir, y no a las facultades, a lo que hay que atender básicamente. Dicho en otros términos, mi estudio va a recaer sobre los actos de inteligir y de sentir en tanto que actos (kath’enérgeian), y no en tanto que facultades (katà dýnamin). Los actos no se consideran entonces como actos de una facultad, sino como actos en y por sí mismos. En todo este libro me referiré, pues, a la «intelección» misma, y no a la facultad de inteligir, esto es, a la inteligencia. Si a veces hablo de «inteligencia», la expresión no significa una facultad sino el carácter abstracto de la intelección misma. No se trata, pues, de una metafísica de la inteligencia, sino de la estructura interna del acto de inteligir. Toda metafísica de la inteligencia presupone un análisis de la intelección. Ciertamente, en varios puntos me he visto movido a conceptuaciones metafísicas, que he estimado importantes. Pero al hacerlo, he tenido buen cuidado de advertir que en estos puntos se trata de metafísica y no de la mera intelección como acto. Trátase, pues, de un análisis de los actos mismos. Son hechos bien constatables, y debemos tomarlos en y por sí mismos, y no desde una teoría de cualquier orden que fuere.
Pero aquí es donde se desliza un segundo equívoco. En la filosofía griega y medieval, la filosofía se deslizó desde el acto a la facultad. Pues bien, en la filosofía moderna hay desde Descartes un deslizamiento en otra dirección. Es un deslizamiento dentro del acto mismo de intelección. Se ha considerado, en efecto, que tanto el inteligir como el sentir son distintas maneras de darse cuenta de las cosas. Inteligir y sentir serían dos modos de darse cuenta, es decir dos modos de conciencia. Dejando de lado por el momento el sentir, se nos dice que intelección es conciencia, con lo cual la intelección como acto es acto de conciencia. Es la idea que ha corrido por toda la filosofía moderna y que culmina en la fenomenología de Husserl. La filosofía de Husserl quiere ser un análisis de la conciencia y de sus actos.
Sin embargo, esta concepción resbala sobre la esencia de la intelección como acto. Al rechazar la idea de acto de una facultad, lo que la filosofía ha hecho es sustantivar el «darse cuenta» haciendo de la intelección un acto de conciencia. Pero ello implica dos ideas: 1.ª, que la conciencia es algo que ejecuta actos, y 2.ª, que lo formalmente constitutivo del acto de intelección es el «darse cuenta». Pues bien, ninguna de estas dos afirmaciones es exacta porque ninguna de las dos responde a los hechos.
En primer lugar, la conciencia no tiene sustantividad ninguna y, por tanto, no es algo que pueda ejecutar actos. Conciencia no es sino la sustantivación del «darse cuenta» mismo. Pero lo único que tenemos como hecho no es «el» darse cuenta, o «la» conciencia, sino los actos conscientes de índole muy diversa. So pretexto de no apelar a una «facultad», se sustantivó el carácter de algunos actos nuestros, y se convirtieron entonces estos actos en actos de una especie de «super-facultad» que sería la conciencia. Y esto no es un hecho, es tan sólo una ingente teoría.
En segundo lugar, no es verdad que lo que constituye la intelección sea el darse cuenta. Porque el darse cuenta es siempre un darse cuenta «de» algo que está presente a la conciencia. Y este estar presente no está determinado por el darse cuenta. La cosa no está presente porque me doy cuenta, sino que me doy cuenta porque está ya presente. Se trata ciertamente de un estar presente en la intelección, en la que me doy cuenta de lo presente, pero el estar presente de la cosa no es un momento formalmente idéntico al darse cuenta mismo ni está fundado en éste. Por tanto, la filosofía moderna dentro del acto de intelección ha resbalado sobre el estar presente, y ha atendido tan sólo al darse cuenta. Pero este darse cuenta no es en y por sí mismo un acto: es tan sólo un momento del acto de intelección. Esta es la ingente desviación de la filosofía moderna en punto al análisis de la intelección.
Nos preguntamos entonces cuál es la índole propia del inteligir como acto. La intelección es ciertamente un darse cuenta, pero es un darse cuenta de algo que está ya presente. En la unidad indivisa de estos dos momentos es en lo que consiste la intelección. La filosofía griega y medieval quieren explicar la presentación como una actuación de la cosa sobre la facultad de inteligir. La filosofía moderna adscribe la intelección al darse cuenta. Pues bien, es menester tomar el acto de intelección en la unidad intrínseca de sus dos momentos, pero tan sólo como momentos suyos y no como determinaciones de las cosas o de la conciencia. En la intelección me «está» presente algo de lo que yo «estoy» dándome cuenta. La unidad indivisa de estos dos momentos consiste, pues, en el «estar». El «estar» es un carácter «físico» y no solamente intencional de la intelección. Físico es el vocablo originario y antiguo para designar algo que no es meramente conceptivo sino real. Se opone por esto a lo meramente intencional, esto es a lo que consiste tan sólo en ser término del darse cuenta. El darse cuenta es «darse-cuenta-de», y este momento del «de» es justamente la intencionalidad. El «estar» en que consiste físicamente el acto intelectivo es un «estar» en que yo estoy «con» la cosa y «en» la cosa (no «de» la cosa), y en que la cosa está «quedando» en la intelección. La intelección como acto no es formalmente intencional. Es un físico «estar». La unidad de este acto de «estar» en tanto que acto es lo que constituye la aprehensión. Intelección no es acto de una facultad ni de una conciencia, sino que es en sí misma un acto de aprehensión. La aprehensión no es una teoría sino un hecho: el hecho de que me estoy dando cuenta de algo que me está presente. La aprehensión es, por lo que hace al momento del «estar presente», un acto de captación de lo presente, una captación en la que me estoy dando cuenta de lo que está captado. Es un acto en que se ha aprehendido lo que me está presente precisa y formalmente porque me está presente. La aprehensión es el acto presentante y consciente. Esta «y» es justo la esencia misma unitaria y física de la aprehensión. Inteligir algo es aprehender intelectivamente este algo.
Necesitamos, pues, analizar la intelección como aprehensión. Es el análisis que se propone determinar la índole esencial, en el sentido de constitutiva, de la intelección en cuanto tal. Este análisis habrá de recaer, acabo de decirlo, sobre la intelección como aprehensión. Pero como el hombre tiene muchas formas de intelección, el análisis que me propongo puede llevarse a cabo por caminos muy distintos. Un camino consistiría en hacer el cómputo de los diversos tipos de intelección, tratando de obtener por comparación lo que esos tipos tienen en y por sí mismos de intelección. Es una vía inductiva. Pero esto no es pertinente para nuestro problema. Porque esta vía lo que nos daría es un concepto general de intelección. Ahora bien, no es esto lo que buscamos. Lo que buscamos es la índole constitutiva, esto es, la índole esencial de la intelección en y por sí misma. La inducción nos daría tan sólo un concepto, pero lo que buscamos es la índole «física» de la intelección, esto es la índole del acto aprehensor que constituye la intelección como tal. Un concepto general no nos da la realidad física misma de la intelección. Y esto tanto menos cuanto que haría falta que el cómputo de los actos de intelección fuera exhaustivo, y de esto nunca estaremos seguros. Hay que emprender, pues, otro camino. Los diversos tipos de intelección no son meramente «tipos» distintos. Como veremos en su lugar, en ellos se trata de «modos» de aprehensión intelectiva. Por tanto el análisis ha de llevarnos a hallar el modo primario de aprehensión intelectiva y a determinar los llamados tipos de intelección como modalizaciones de esta aprehensión primaria. Lo que así logramos no es un concepto general de intelección, sino que es la determinación de la índole constitutiva de los diversos modos de aprehensión intelectiva. Ahora bien, «índole constitutiva» es justo la física índole esencial de la intelección. Por tanto, el problema de la índole esencial de la intelección, es decir el problema de qué es inteligir, no es otro que el problema de la determinación del modo primario de intelección. Es lo que intento tratar en la primera parte de este libro.
Para ello, recojamos ahora una idea que ya hemos apuntado al comienzo de este capítulo, pero que deliberadamente dejé de lado en aquel momento. La filosofía desde sus orígenes mismos comenzó oponiendo lo que llamamos inteligir a lo que llamamos sentir. Pero por extraño que ello parezca, la filosofía no se ha hecho cuestión de qué sea formalmente el inteligir. Se ha limitado a estudiar los diversos actos intelectivos, pero no nos ha dicho qué sea inteligir. Y lo extraño es que esto mismo ha acontecido en la filosofía con el sentir. Se han estudiado los diversos sentires según los diversos «sentidos» que el hombre posee. Pero si se pregunta en qué consiste la índole formal del sentir, esto es qué es el sentir en cuanto tal, nos encontramos con que en el fondo la cuestión misma no fue ni planteada. De ahí una consecuencia, a mi modo de ver sumamente grave. Como no se ha determinado qué sean el inteligir y el sentir en cuanto tales, resulta que su presunta oposición queda entonces en el aire. ¿A qué y en qué se oponen inteligir y sentir si no se nos dice antes en qué consiste cada uno formalmente?
No voy a entrar en una especie de discusión dialéctica de conceptos, sino que me limito a los hechos mismos en cuanto tales. Son ellos los que nos llevarán de la mano en el tratamiento de la cuestión.
Pues bien, la intelección, decía, es un acto de aprehensión. Ahora bien, este acto de carácter aprehensivo pertenece también al sentir. Por tanto, es en la aprehensión misma en cuanto tal en lo que hay que anclar la diferencia y la índole esencial del inteligir y del sentir. No se trata de lograr un concepto general de aprehensión, sino de analizar en y por sí mismas la índole de la aprehensión sensible y la de la aprehensión intelectiva. Y ello es posible porque la aprehensión sensible y la aprehensión intelectiva –como se ha observado muchísimas veces– tienen frecuentemente el mismo objeto. Yo siento el color e intelijo también qué es este color. Los dos aspectos se distinguen en este caso no como tipos, sino como modos distintos de aprehensión. Para determinar, pues, la índole constitutiva del inteligir hay que analizar ante todo la diferencia entre el inteligir y el sentir como una diferencia modal dentro de la aprehensión de un mismo objeto; por ejemplo, del color.
Para determinar la estructura constitutiva del acto de aprehensión intelectiva no es necesario, pero sí es por lo menos muy útil, comenzar por decir qué es la aprehensión sensible en cuanto tal. Claro está, esto puede hacerse a su vez de maneras distintas. Una, analizando la diferencia modal de estas aprehensiones en la aprehensión de un mismo objeto. Pero para facilitar la labor es más útil poner ante los ojos la aprehensión sensible en y por sí misma; esto es, qué es sentir. Como la aprehensión sensible es común al hombre y al animal, parece que determinar la aprehensión intelectiva partiendo de la aprehensión sensible sería partir del animal como fundamento de la intelección humana. Pero no se trata de partir del animal como fundamento, sino tan sólo de aclarar la intelección humana contrastándola con el «puro» sentir animal.
En definitiva, la intelección como acto es un acto de aprehensión y esta aprehensión es a su vez un modo de la aprehensión sensible misma. Por tanto hemos de preguntarnos:
Capítulo 1: ¿Qué es aprehensión sensible?
Capítulo 2: ¿Cuáles son los modos de aprehensión sensible?
Capítulo 3: ¿En qué consiste formalmente la aprehensión intelectiva?
Sólo después podremos adentrarnos más en el análisis de la intelección misma.
Fuente: Zubiri, Xavier. Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad. Madrid: Fundación Xavier Zubiri/Alianza Editorial, 1998.


viernes, 4 de marzo de 2011

La asombrosa Xochiquetzal



Templo de Xochiquetzal
Maqueta del templo de Xochiquetzal, ubicado en el recinto sagrado de México-Tenochtitlán, dedicado a la diosa de las flores y del maíz, venerada por los pueblos indígenas agrícolas del México antiguo.

Xochiquetzal, en la mitología azteca, la diosa de las flores que embellecen la tierra.
Su nombre significa ‘la flor más hermosa y colorida’. En su honor se celebraban grandes fiestas, en las que se le ofrecían flores, especialmente caléndulas. Esas ceremonias tenían lugar en primavera y eran festivas por completo, sin los sacrificios humanos de las celebraciones de Xipe Totec.
Otro mito cuenta que durante el reinado de Quetzalcóatl, Xochiquetzal enriqueció y adornó el mundo con todo tipo de flores, pero que cuando el dios y rey legendario tuvo que exiliarse de la ciudad de Tula y el poder de los toltecas decreció, la diosa, entristecida, se hizo menos generosa con sus favores y decidió refugiarse en el mundo de ultratumba, del que salía a veces, sobre todo, en primavera.

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