Un relojero sació la sed de los toledanos
COMPLICADA MAQUINARIA. Aunque no existe ningún grabado original del artificio, su estructura y funcionamiento bien pudieron ser los de esta máquina para elevar agua, extraída de una lámina del ingeniero italiano Ramelli, contemporáneo de Juanelo.
DESDE que, a principios del siglo XVI, quedó inservible el acueducto ro-
mano que surtía de agua potable a Toledo, los vecinos de la Imperial ciudad
venían suspirando por liberarse del esfuerzo que suponía transportar el preciado líquido a lomos de caballerías desde lugares en ocasiones distantes. Ninguno de ellos hubiera imaginado que el fin de sus penalidades habría de agradecérselo a un relojero.
mano que surtía de agua potable a Toledo, los vecinos de la Imperial ciudad
venían suspirando por liberarse del esfuerzo que suponía transportar el preciado líquido a lomos de caballerías desde lugares en ocasiones distantes. Ninguno de ellos hubiera imaginado que el fin de sus penalidades habría de agradecérselo a un relojero.
Pero así fue. Un artífice y relojero lombarda, llamado Juanelo Turriano, tuvo la feliz ocurrencia de aprovechar el caudal del Tajo en beneficio de la ciudad, aplicando principios de ingeniería inspirados en el movimiento de las ruedas de un reloj.
El italiano, «maestro de reloxes» y más tarde ingeniero mayor de Felipe II, ideó un sistema hidráulico que permitió elevar hasta el Alcázar toledano, situado sobre la colina en que se alza la ciudad, dominando el valle del Tajo, un caudal suficiente para abastecer al vecindario.
El artificio de Juanelo consistía básicamente en una larga serie de maderos enlazados en forma de cruz y engoznados por el centro y los extremos, de manera que pudiesen tener movimiento libre y suave.
El primero de estos juegos era impulsado por la corriente del Tajo y comunicaba un ejercicio de rotación continua a los demás cruceros, que tenían en sus extremos recipientes de latón combinados adecuadamente para recibir el agua de unos en otros, hasta elevarla a la altura del Alcázar.
De la desmesurada amplitud de la obra y de su elevado coste puede dar una idea el saber que se emplearon en la instalación «doscientos carros de madera y más de quinientos quintales de metal», según un historiador de la época.
La ingeniosa obra de ingeniería, parecida a una gigantesca noria, quedó terminada en 1568. Gracias a ella, Toledo pudo disponer de «1.600 cántaros de cuatro azumbres de agua, sin perjuicio de que en el Alcázar se quedara mayor cantidad... para el consumo de la mucha gente que lo habitaba».
Muerto Juanelo, asumió la" dirección y conservación de la máquina un nieto del inventor, de su mismo nombre. Pero pronto falleció también. Justo a tiempo para evitarse el disgusto de presenciar una aparatosa riada del Tajo que ocasionó graves estragos en las instalaciones de su antepasado.
Felipe III y Felipe IV intentaron restaurar la obra, pero la falta de recursos y la abundancia de inconvenientes hicieron fracasar el propósito. El proyecto hubo de abandonarse hacia mediados del siglo XVII y de él sólo subsisten hoy unas maltrechas estructuras de fábrica a orillas del río, restos del edificio sobre el que se asentó la complicada maquinaria.
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