Las alteraciones o deficiencias que se producen en el ADN mitocondrial constituyen la fuente de ciertas enfermedades degenerativas, a menudo graves, que afectan en especial al cerebro y a los músculos. En este fragmento se recogen los primeros estudios sobre el ADN de las mitocondrias y la posible vinculación con enfermedades humanas.
Fragmento de Función normal y patológica del ADN mitocondrial.
De Douglas C. Wallace.
El chico, a sus cinco años recién cumplidos, rebosaba salud. Pero empezó a perder oído y quedó sordo del todo antes de los 18. En su historia se leía ya que era hiperactivo y había sufrido ataques esporádicos. A los 23 años años tenía la visión bastante deteriorada, con cataratas, glaucoma y degradación progresiva de la retina. Los ataques adquirieron después mayor gravedad y comenzaron a fallarle los riñones. La afección renal complicada con una infección sistémica se lo llevó a la tumba a los 28 años de edad.
En la raíz de todos esos trastornos se encontraba una imperfección diminuta de sus genes, aunque no de los genes habituales, los que residen en las hebras cromosómicas de ADN del núcleo celular. Su muerte se debió a una alteración de los lazos sutiles del ADN que se aloja en las mitocondrias. Son éstas los orgánulos donde se genera la energía que la célula consume. Y cada lazo de ADN contiene la información para la síntesis de 37 de las moléculas que la mitocondria necesita para producir energía.
Aunque se sabía desde 1963 que las mitocondrias de los tejidos animales albergan sus propios genes, hasta 1988 no quedó patente la vinculación de los yerros de éstos con enfermedades humanas. En mi laboratorio de la Universidad de Emory, descubrimos, en el marco de un estudio realizado con varias familias la relación existente entre una forma de ceguera que afecta a jóvenes y adultos (neuropatía óptica hereditaria de Leber) y una pequeña mutación heredada en un gen mitocondrial. Por las mismas fechas, Ian J. Holt, Anita E. Harding y John A. Morgan-Hughes, del Instituto de Neurología de Londres, asociaron la deleción de segmentos extensos de la molécula de ADN mitocondrial con patologías musculares de carácter progresivo.
Hoy se sabe que las alteraciones experimentadas por el ADN mitocondrial causan, o al menos contribuyen a la aparición de un amplio repertorio de enfermedades, algunas con perfiles borrosos aunque potencialmente catastróficas. De interés quizá más general: la mutación de este ADN podría estar detrás de muchos casos de diabetes e infartos. Por no hablar de la documentación creciente que avala la tesis según la cual los daños sufridos por genes de las mitocondrias desempeñarían un papel destacado en el proceso de envejecimiento y en los procesos degenerativos y crónicos habituales en edades provectas (enfermedad de Alzheimer y alteraciones motoras).
El ADN mitocondrial ha recabado también la atención por su incidencia en otros campos. Por ejemplo, en las migraciones humanas. Al comparar las secuencias de los pares de bases del ADN mitocondrial de diferentes poblaciones se observan pautas muy interesantes acerca de la evolución y las migraciones del hombre moderno. (Los pares de bases cotejadas son los “peldaños” o unidades de codificación de la “escalera” de ADN.) Por su parte, los médicos forenses han empezado a sacar partido de las comparaciones a pequeña escala entre secuencias de ADN en la identificación de restos de soldados desaparecidos en combate (o de otros desaparecidos antaño) y en la determinación de si un imputado es o no responsable de los hechos que se le atribuyen.
Resulta llamativo que se haya tardado tanto en abordar las posibilidades que ofrece el ADN mitocondrial. Sin duda, se podrían haber sospechado antes las consecuencias patológicas de las mutaciones genéticas mitocondriales. Las mitocondrias aportan el 90 por ciento de la energía que las células —y, por ende, tejidos, órganos y el organismo en su conjunto— necesitan para desenvolverse.
Las mitocondrias generan energía a través de un proceso que requiere el flujo de electrones a través de una serie de complejos proteicos (la así llamada cadena respiratoria). Este flujo capacita indirectamente a otro complejo (la ATP sintasa) para sintetizar ATP (trifosfato de adenosina), la molécula portadora de energía de las células.
Desde muy pronto se adivinó que cualquier cosa capaz de comprometer la producción de ATP en la mitocondria podría dañar, si no matar, las células con el consiguiente desarrollo de alteraciones funcionales en los tejidos y aparición de los síntomas. De hecho, el grupo encabezado por Rolf Luft, del Instituto Karolinska y la Universidad de Estocolmo, publicaba en 1962 que cierto fallo en la generación de energía mitocondrial provocaba un trastorno debilitante. Con los años, acabó averiguándose que los tejidos y órganos que antes se resienten de la caída de producción energética son, en orden decreciente, el sistema nervioso central, músculo cardíaco y esquelético, riñones y tejidos productores de hormonas.
Desde el principio se buscó explicación a las alteraciones mitocondriales en mutaciones de genes nucleares, algunos de los cuales dan lugar a componentes de las mitocondrias. Llegados los años ochenta, sin embargo, viose que el ADN mitocondrial portaba la información de un número notable de moléculas: no sólo especificaba la estructura de 13 proteínas (cadenas de aminoácidos) que eran subunidades de la ATP sintasa y de los complejos de la cadena respiratoria, sino que determinaba también otras 24 moléculas de ARN que intervenían en la síntesis de esas subunidades en las mitocondrias. Se infería de esas observaciones que las mutaciones del ADN mitocondrial podrían redundar en las proteínas mitocondriales o en el ARN y, de ese modo, minar la capacidad productora de energía de las mitocondrias, lo que, a su vez, sería causa de enfermedades. A esa posibilidad se aludía ya en las publicaciones de 1988.
Fuente: Wallace, Douglas C. Función normal y patológica del ADN mitocondrial. Investigación y Ciencia. Barcelona: Prensa Científica, octubre, 1997.
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