Hace algunos años, en 1980, para
ser exacto, en un pueblo mexicano cercano al mar, ocurrió un hecho extraordinario
que dejó a la población pasmada y costernada, y del cual, a la fecha no se
encuentra explicación alguna.
Es una pequeña localidad soleada, de gente amistosa y sonriente; por un lado tienen la laguna y por el otro el mar abierto, una
inmensa masa de agua que levanta olas gigantescas que azotan contra la playa.
Allí la gente acude a pescar, es una práctica extendida, hombres de todas las
edades y profesiones, sortean los peligros de las olas con el anzuelo en la
mano, o la peligrosa tarraya anudada en el brazo.
Más de una vez, las terribles
olas han logrado atrapar a
infelices que se descuidan, y al dar un
paso en falso, caen en las profundidades, arrastrados por el pesado instrumento
de pesca. Para los que no lo saben, la tarraya, es una red circular, que el pescador avienta al agua
para atrapar los peces, esta red tejida a mano, mide varios metros de diámetro
y tiene en un extremo, contrapesos de plomo que se hunden rápidamente atrapando
a los peces, el otro extremo, cuenta con una fuerte cuerda de nilón de varios metros que se anudan
en la muñeca, para evitar perder la
tarraya.
Los pescadores son expertos y
lanzan la tarraya a las profundidades, si la pesca es buena, cada tarrayazo
representa docenas de peces, los menos aventurados y con menos necesidad
usan cuerda y anzuelo.
Cuentan que en una ocasión, uno
de los más fuertes y aventurados pescadores, arrojaba su tarraya con el agua al pecho, al borde de
un banco de arena que daba a las profundidades del mar, tenía fama de intrépido
y no medía el peligro. Al quererla sacar la red, la sintió tan pesada
que le era imposible jalarla; en más de una ocasión, animales grandes como
tiburones las destrozaban, a veces junto al pescador que sucumbía a la fuerza
de las bestias de los mares; el fuerte hombre tiraba con todas sus fuerzas, que
eran muchas, pero le era imposible, resbalaba peligrosamente y estaba a punto de sucumbir, cuando llegó su
hermano, otro hombre moreno y corpulento, venía en una lancha de motor, se había percatado de las dificultades
de su hermano y acudió en su auxilio.
Subiendo a la lancha, los dos
hermanos empezaron a tirar con fuerzas, pronto vencieron la resistencia de la
tarraya que fue emergiendo lentamente del mar, mientras se agitaba con
violencia; tenían la seguridad de haber atrapado un gran animal marino. Pronto tuvieron en la lancha el enorme lio de cuerdas y algas marinas, allí se dieron cuenta con disgusto que la red
estaba destrozada, pero el disgusto dio paso al asombro, lo que
encontraron entre las algas y la destrozada tarraya, no era un tiburón, ni un
enorme pulpo. La bestezuela se agitaba y chasqueaba los dientes con un ruido
aterrador. Medía metro y medio, lo
vieron con asombro, parecía sacado de una mala película de espanto, un diablo
del mar, pensaron conmocionados.
Los ojillos sin pestañas de la criatura miraban furiosos, su cabeza, como la de un pequeño
simio sin pelos, tenía una dura cresta o
aleta que crecía en su espalda y decrecía en su cola de pescado; pensaron asustado que habían atrapado un
diablo marino, una criatura con cola de pescado y dos brazos que se agitaban amenazadores, cada
mano contaba con tres dedos, un dedo grueso
y fuerte y dos un poco más largos y delgados. Lo más
increíble de todo, se veía entre sus manos, un arpón, al parecer
fabricado de hueso de pescado, una filosa arma con la que amenazaba y gruñía
mostrando una hilera de dientes afilados
en sus protuberantes mandíbulas.
Lo exhibieron en una enorme
bañera, fabricada de la caja de
un congelador de fibra de vidrio; la llenaron de agua y en ella dispusieron de la criatura; durante
los primeros días, la bestia del mar gruñía a los curiosos con un silbante
sonido, con gran energía saltaba, intentaba
escapar de su prisión sin lograrlo; la gente gritaba espantada y al marcharse pagaba agradecida del
espectáculo. Intentaron alimentarla con pescados, primeramente fueron muertos,
después echaban los peces vivos, nunca
lo vieron comer, y como consecuencia; la
energía de la criatura marina fue decayendo. Los visitantes que pagaban por
verlo, lo llamaban sirena o sireno, un profesor, dijo que se trataba de un
tritón de los mares, el macho de las sirenas.
En menos de dos meses la criatura
murió y la entregaron a un taxidermista,
un vecino que ejercía la profesión como
entretenimiento; los hermanos,
que sintieron profundamente la pérdida de la criatura que les había dejado
buenas ganancias la conservaban en una esquina de su casa. Pero, pronto, ni con
la criatura marina se quedaron; como
dijimos, el taxidermista del pueblo la
había llenado de aserrín y un
visitante llegó a ofrecerles buen dinero
por los despojos mal olientes; en poco tiempo tuvieron que volver al mar y
dedicarse a la pesca como siempre lo habían hecho.
Ese día la pesca estaba en su apogeo, cientos de pescadores se
aglomeraban en las aguas buscando llevarse la mejor presa; los dos
hermanos, siempre intrépidos, iban un poco más allá, esó lo hacían tratando de llevarse lo mejor, o, por qué no,
atrapar una nueva criatura. Los dos se apoyaban, uno con el agua a la cintura,
y el otro a bordo de su lancha. En ese instante ocurrió lo impensable; a la
vista de cientos de pescadores, extrañas criaturas marinas saltaron varios
metros sobre el agua, él que estaba
sobre la lancha fue derribado violentamente, él otro, sin poder hacer nada, fue
atrapado por terrible fuerza; los dos fueron destrozados entre chillidos horrendos y sangre salpicando por todos lados,
como si un enjambre de gigantescas
pirañas los atraparan y, revoloteando se llevaran trozos de carne. Pronto
no quedó nada, la sangre se diluyó en el mar y nada se pudo rescatar de los dos hermanos pescadores, al parecer, sus huesos y restos se los llevaron a las profundidades. Los testigos aseguran, que las criaturas que los atacaron, fueron los diablos
marinos, y que nunca habían visto que un
animal atacara con tanta rabia y furia.
La playa quedó sola por una
temporada, pero con el paso del tiempo, los habitantes volvieron a su habitual pesca, la necesidad los
obligaba, además, ninguno de ellos se atrevería a capturar nada que no
conocieran. Los peces que no eran comestibles, los regresaban al mar.
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