Posiblemente, la mayoría de las
personas de las grandes ciudades conozcan a los cerdos en el jamón o las
deliciosas chuletas asadas, en documentales y
fotografías; muchos los consideran inocentes animales que sacrificamos para nuestra alimentación.
Si los cerdos son criados en granjas consumen alimentos balanceados; en los
pueblos, son criados para apoyar la economía familiar; en estos lugares, los cerdos se alimentan de toda clase de
comestibles; los cerdos son omnívoros, comen, casi, cualquier cosa, incluso la
carne, bocado bastante atrayente para el animal. Un cerdo cuenta en su hocico
con un arsenal de dientes poderosos, 44 dientes, incluyendo 4 enormes y
filosos caninos; su mordida es
tan fuerte como la de cualquier depredador, pude triturar carne y huesos fácilmente. Es
sobreviviente y descendiente directo de
uno de los mayores depredadores de la prehistoria en
Norteamérica, el Entelodonte,
también llamado el cerdo asesino.
Un cerdo hambriento es peligroso,
más, si este cerdo pesa cien kilos y arremete furioso contra nuestra humanidad,
es muy fuerte y veloz. Una mordida de
cerdo puede dañar seriamente, desgarrar la carne con facilidad; como en los
cocodrilos, su mordida puede trasmitir
mortal infección, en su hocico guarda
un arsenal de bacterias que
matarían a cualquiera, si la mordida no es atendida correctamente.
Los cerdos, en las comunidades
alejadas se encuentran sueltos, vagan por las calles, siempre hambrientos,
buscando que comer en los basureros o en las
heces humanas, por las que sienten especial predilección. Este gusto por
las heces humanas, ha provocado terribles tragedias en muchos lugares, donde
estos animales abundan.
Voy a contarles la horrible
historia de una joven, madre primeriza que
meses atrás había parido dos
hermosos gemelos, dos criaturas que
agotaban su tiempo y no le permitían
trabajar. El padre, ingeniero de la
constructora ICA, apenas le mencionó que
estaba embarazada, huyó como un cobarde. Para sobrevivir y proveerse de lo
esencial para la manutención, al igual que muchas madres pobres de la región,
trabajaba lavando ropa o, en labores
domésticos de limpieza.
Los dos gemelos le impedían en
buena medida llevar a cabo su trabajo con eficacia, eran una carga pesada que gustosamente llevaba a cuesta, puesto
que adoraba a los pequeños con todo el
corazón; cuando lavaba los tendía junto a ella entre las redondas piedras, como
una madre que laboriosa y paciente fabrica un nido para seguridad de sus hijos;
en las casas, adonde era llamada para la limpieza, le permitían llevar a sus
hijos, la conocían muy bien y sabían que
no contaba con nadie que la auxiliara; la buena gente del lugar no ponía
objeción en la preciada carga.
Lo había visto rondar por el lugar,
un enorme cerdo de fiero aspecto, flaco y de pelo erizado,
largo hocico, por donde asomaban filosos colmillos; el cerdo la evadía y se
alejaba gruñendo. En otras ocasiones la observó atacar otros cerdos domésticos;
este cerdo de aspecto montaraz, sabía de oídas que escapó muy joven de una granja, con el tiempo se hizo salvaje y
creció como crecen los cerdos que nos son castrados, indomables y fieros; el
dueño perdió el interés y lo dejó vagar
sin prestarle atención.
Ella tuvo la impresión de que el
animal la acechaba, que espiaba sus
movimientos cuando entraba o salía de la casa, en varias ocasiones lo vio a lo lejos, entre el monte con sus
ojos brillosos que le causaban
escalofríos. Llevando sus hijos entre
los brazos, apresuraba el paso y los oprimía protectora contra su pecho,
mientras echaba una rápida mirada por donde el
cerdo hacía crujir las ramas
secas.
La tarde de la desgracia, los
sucesos ocurrieron de tal forma que se
fueron acomodando uno tras otro, como un mortal juego del infortunio; las
piezas encajaron perfectamente y María viviría el peor de los infiernos.
Esa tarde, junto a los gemelos,
llena de la felicidad que embarga a los
pobres, cuando disfrutan de la caricia y
la presencia de los seres queridos. Entonces recordó que el doctor Pérez,
hombre bueno al que lavaba y planchaba la ropa, le recomendó encarecidamente un
traje que ocuparía en el viaje que
realizaría por la noche. Se acongojó, no podía darse el lujo de quedar mal con
el doctor, al que tantos favores le debía; vivía muy cerca, algunos minutos
caminando de prisa; en otras ocasiones, en que la urgencia la obligaba,
aseguraba la puerta y volando iba y venía, encontrando a sus chilpayates, sanos
y salvos; que podía pasarles si se ausentaba unos minutos, se dijo, para aplacar su congoja. Llevaría
corriendo el traje, tocaría la puerta y lo entregaría a quien se apersonara. Tomó dubitativa la suave y liviana tela; en la puerta miró de
un lado a otro, y sólo observó la tranquilidad del paisaje, dudaba en
marcharse, en emprender la carrera, pero la
vista de la casa azul del doctor, al final de la calle la animó. Atrancó la maciza puerta y partió,
todavía volvió la mirada para ver tranquilizadora, la puerta de gruesa madera.
Contó los pasos que la condujeron a
la casa azul del doctor, una casa grande
llena de puertas, tocó apresurada, ansiando ver el rostro arrugado que recibiría, extendiendo los
brazos, el traje del doctor, el traje
que usaría en el viaje que realizarío
por la noche.
El rostro arrugado de siempre, de
Margarita la criada no se apareció, esta vez; el mismo doctor, la
miraba a los ojos, el mismo doctor que
la atendía sin cobrarle un solo peso; le abrió la puerta y le dijo: ¡María,
pasa por favor!, adentro tengo ropa que
necesito que te lleves para lavar y planchar. El buen doctor le habló como
sabía hacerlo, ordenando y mandándola.
Ella entro en la casa sin pensarlo,
y el doctor le señaló una puerta,
una de las tantas puertas de la casa grande,
donde estaba la ropa que el buen
doctor quería que limpiaran. ¡Arreglala
y llévatela, cuando regrese me la
entregas limpia!, le dijo. Organizar la
ropa le llevaría varios minutos y eso la angustiaba, ella necesita regresar de
inmediato al lado de sus hijos, el par
de gemelos, criaturas hermosas que la
esperaban tendidas en la cama. Abrió la puerta, embargándola un sentimiento
que no pudo definir; quería salir corriendo y cobijar a sus hijos, pero la voz
imperativa le ordenaba hacer otra cosa.
Miró la ropa sucia y le trajo
nuevamente el recuerdo querido de los gemelos, por la prisa los había dejado
sucios, hechos en los pañales, prometiéndose cambiarlos apenas regresara, al
fondo una puerta abierta, también le trajo un recuerdo escalofriante, por la
mañana había partido leña en la parte trasera de su casa, la metió dentro y no
recordaba haber cerrado la puerta, no temía a los ladrones, pero los gatos y
perros podían dar cuenta de su despensa; en ese instante, el miedo y el horror
explotó en su cerebro y salió corriendo como loca, dejando un tiradero de ropa
por el piso.
Dentro de su casa, un cuadro
infernal, una escena digna de la locura más terrible se presentaba ante sus ojos; el cerdo había entrado por la puerta trasera, de olfato sensible siguió el rastro irresistible del olor de los pañales sucios y devoró cruelmente
a los gemelos; ella al ver la dantesca escena, fue poseída por la locura, saltó
sobre cerdo diabólico armada con la
gruesa tranca, lo golpeó en repetidas ocasiones, el animal apenas se inmutó, le lnzó una
mordida y la derribó de un empellón.
Cuentan que la pobre de María
nunca volvió a ser la misma persona, su rostro se marchitó y sus ojos se
ensombrecieron; de ser una joven jovial,
pasó a tener el aspecto de una vieja loca apesadumbrada que terminó sus
días llorando por su pérdida y aterrorizada por los cerdos.
El cerdo asesino, como lo llamaron,
fue cazado sin descanso, la gente del pueblo que participó en la caza lo trajo arrastrado por una mula, levantando
una polvareda y dejando un rastro por donde pasaba. Realmente el animal
era grande y fiero y dio pie a muchas
leyendas sobre cerdos que atacaban y devoraban humanos.
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