La asombrosa Esfinge



Egipto: la Esfinge y las pirámides
La misteriosa Esfinge, con cuerpo de león y cabeza humana, y la perfecta simetría de las pirámides de Gizeh son símbolos mundialmente conocidos del antiguo Egipto. La más antigua de las tres pirámides se construyó alrededor del 2600 a.C. Todas tienen cámaras funerarias. La imponente estatua de la Esfinge se construyó con gigantescos bloques de caliza hace más de 4.000 años.

Esfinge, en la mitología griega, monstruo con cabeza y pechos de mujer, cuerpo de león y alas de ave. Acuclillada en una roca, abordaba a todos los que iban a entrar a la ciudad de Tebas planteándoles el siguiente enigma: “¿Qué es lo que tiene cuatro pies por la mañana, dos a mediodía y tres por la noche?”. Si los interpelados no resolvían el enigma, ella los mataba. Cuando el héroe Edipo lo resolvió respondiendo: “El hombre, que gatea al poco de nacer, camina sobre dos piernas cuando es adulto y anda con la ayuda de un bastón cuando llega a la vejez”, Esfinge se suicidó. Por haberlos librado de este monstruo terrible, los tebanos convirtieron a Edipo en su rey.
En el antiguo Egipto, las esfinges eran estatuas que representaban a divinidades, con el cuerpo de león y la cabeza de algún otro animal o humana, frecuentemente una réplica del rey. La más famosa de las esfinges egipcias es la Gran Esfinge de Gizeh, cerca de las pirámides. Data del año 2500 a.C. y mide unos 20 m de altura y aproximadamente 73 m de largo.

miércoles, 23 de febrero de 2011

La asombrosa Mitología romana






Mitología romana, creencias, rituales y otras prácticas concernientes al ámbito sobrenatural que sostenía o realizaba el antiguo pueblo romano desde el periodo legendario hasta que el cristianismo absorbió definitivamente las religiones del Imperio romano a principios de la edad media.
Las religiones primitivas romanas se modificaron tanto por la incorporación de nuevas creencias en épocas posteriores, como por la asimilación de gran parte de la mitología griega. Así pues, la religión romana se consolidó antes de que comenzase la tradición literaria, por lo tanto, los primeros escritores romanos que se ocuparon de ella desconocían sus orígenes en la mayor parte de los casos, tal como el polígrafo del siglo I a.C. Marco Terencio Varrón. Otros escritores, como el poeta Ovidio en sus Fastos, con una gran influencia de los modelos alejandrinos, incorporaron creencias griegas para llenar los vacíos de la tradición romana.
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DIOSES DEL PUEBLO ROMANO
El ritual romano distingue claramente dos clases de dioses, los di indigetes y los di novensides o novensiles. Los indigetes eran los dioses nacionales protectores del Estado y los títulos de los primeros sacerdotes, así como las festividades fijas del calendario, indicaban sus nombres y naturaleza; treinta de esos dioses eran venerados en festivales especiales. Los novensides fueron divinidades posteriores cuyos cultos se introdujeron ya en el periodo histórico. Las primeras divinidades romanas incluían, además de los di indigetes, una serie de dioses, cada uno de los cuales protegía una actividad humana y cuyo nombre se invocaba cuando se ejecutaba dicha actividad, la cosecha, por ejemplo. Fragmentos de un viejo ritual que acompañaba actos tales como arar o sembrar revelan que en cada fase de la operación se invocaba una divinidad diferente, cuyo nombre derivaba regularmente del verbo correspondiente a la acción que se realizaba. Esas divinidades pueden agruparse bajo el término general de dioses auxiliares o subalternos, a quienes se invocaba junto con las divinidades mayores. El primitivo culto romano no era tanto politeísta como polidemonista: adoración a los seres invocados por sus nombres y funciones, y el numen o poder de cada divinidad se manifestaba de maneras muy especializadas.
El carácter de los indigetes y sus festivales muestran que el primitivo pueblo romano no era sólo una comunidad agrícola sino que también practicaba la lucha y la guerra. Los dioses representaban claramente las necesidades prácticas de la vida cotidiana, tales como las sentía la comunidad romana a la cual ellos pertenecían. Estaban escrupulosamente acordados los ritos y las ofrendas que se consideraban adecuadas. Así, por ejemplo, Jano y Vesta guardaban las puertas y el hogar, los lares protegían el campo y la casa, Pales, los ganados, Saturno, la siembra, Ceres, el crecimiento de los cereales, Pomona, los frutos, y Consus y Ops, las cosechas. Hasta el majestuoso Júpiter, el soberano de los dioses, era venerado por la ayuda que sus lluvias podían dar a las granjas y a los viñedos. En un sentido más amplio se le consideraba como el que tenía el poder sobre el rayo, era el encargado de regir la actividad humana y, dado su poder omnímodo, protegía a los romanos en sus actividades militares en las fronteras de su propia comunidad. En los primeros tiempos sobresalían los dioses Marte y Quirino, a menudo identificados entre sí. Marte era un dios protector de los jóvenes y de sus actividades, especialmente de la guerra; se lo honraba en marzo y en octubre. Los modernos investigadores piensan que Quirino era el patrono de la comunidad armada en tiempo de paz.
A la cabeza del panteón más antiguo estaba la tríada formada por Júpiter, Marte y Quirino (cuyos tres sacerdotes, o flamines, pertenecían a la jerarquía más alta), y Jano y Vesta. Estos dioses tenían en los primeros tiempos una individualidad poco definida, y sus historias personales carecían de bodas y genealogías. A diferencia de la mitología griega, no se consideraba que los dioses actuaran como los mortales, por lo que no existen muchos relatos de sus actividades. Este culto, más antiguo, se asociaba con Numa Pompilio, el segundo rey legendario de Roma, cuya consorte y consejera, según se creía, era la diosa romana de las fuentes y de los partos, Egeria. Sin embargo, se añadieron nuevos elementos en una fecha relativamente temprana. La leyenda asignaba a la casa real de los Tarquinos el establecimiento de la gran tríada capitolina: Júpiter, Juno y Minerva, quienes poseían el lugar supremo en la religión romana. Otras incorporaciones fueron el culto de Diana en el Monte Aventino y la introducción de los Libros Sibilinos, profecías sobre la historia del mundo que, según la leyenda, obtuvo Tarquino a finales del siglo VI a.C. de la Sibila de Cumas.
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INCLUSIÓN DE OTRAS DIVINIDADES
La absorción de los dioses nativos de los países vecinos se produjo cuando Roma conquistó el territorio circundante. Los romanos solían dar a los dioses locales del territorio conquistado los mismos honores que a los suyos propios. En muchas ocasiones, se invitaba a las divinidades recién asimiladas a mudar su residencia a nuevos santuarios en Roma. Además, el crecimiento de la ciudad atrajo a los extranjeros, a quienes se les permitió continuar el culto de sus propios dioses. Junto con Cástor y Pólux, gracias a este proceso de asimilación cultural, parecen haber contribuido al panteón romano Diana, Minerva, Hércules, Venus, y otras divinidades de menor rango, algunas de las cuales eran romanas y otras procedían de Grecia. Las diosas y dioses romanos importantes acabaron identificándose con las diosas y dioses griegos más antropomorfos, cuyos atributos y mitos también se incorporaron.
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FESTIVIDADES RELIGIOSAS

Rómulo y Remo
Rómulo y Remo fueron abandonados para que se ahogasen en las orillas del Tíber. Allí los encontró una loba, que se los llevó, amamantó y crió. Ya adultos, los hermanos regresaron al lugar donde habían sido abandonados y allí fundaron la ciudad de Roma. El 21 de abril, los romanos celebraban la fiesta de la Parilia, hoy llamada Natalis Romae, o nacimiento de Roma, para conmemorar la fundación de la ciudad por los dos hermanos.

El calendario religioso romano reflejaba la hospitalidad de Roma ante los cultos y divinidades de los territorios conquistados. Originalmente eran pocas las festividades religiosas romanas. Algunas de las más antiguas sobrevivieron hasta finales del imperio pagano, preservando la memoria de la fertilidad y los ritos propiciatorios de un primitivo pueblo agrícola. Sin embargo se introdujeron nuevas festividades que señalaron la naturalización de los nuevos dioses. Llegaron a incorporarse tantas fiestas que los días festivos eran más numerosos que los de trabajo. Entre las festividades religiosas romanas más importantes figuraban las saturnales, las Lupercales, las Equiria y los Juegos Seculares.
Bajo el Imperio, las saturnales se celebraban durante siete días, del 17 al 23 de diciembre, durante el periodo en el que comienza el solsticio de invierno. Toda la actividad económica se suspendía, los esclavos quedaban transitoriamente libres, había intercambio de regalos y predominaba un ambiente de alegría. Las Lupercales era una antigua fiesta en la que originalmente se honraba a Luperco, un dios pastoril de los ítalos. La festividad se celebraba el 15 de febrero en la gruta del Lupercal en el monte Palatino, donde se suponía que una loba había amamantado a los legendarios fundadores de Roma, los gemelos Rómulo y Remo. Entre las leyendas romanas vinculadas con ellos se encuentra la de Fáustulo, el pastor que se suponía que había descubierto a los niños en la guarida de la loba y los había llevado a su casa, donde los crió su mujer Aca Larentia.
Las Equiria, festival en honor de Marte, se celebraba el 27 de febrero y el 14 de marzo, tradicionalmente la época del año en la que se preparaban nuevas campañas militares. En el Campo de Marte se hacían carreras de caballos que definían claramente la celebración.
Los Juegos Seculares, que incluían tanto espectáculos atléticos como sacrificios, se realizaban a intervalos regulares, tradicionalmente sólo una vez en cada saeculum, o siglo, para señalar el comienzo de uno nuevo. La tradición, no obstante, no siempre se respetaba.
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TEMPLOS ROMANOS
La arquitectura de los templos romanos, así como su número total, también refleja la receptividad de la ciudad a todas las religiones del mundo conocido. El templo de Isis y Serapis en el Campo de Marte, construido con estilo y materiales egipcios para albergar el culto helenizado de la deidad egipcia Isis, es representativo de la heterogeneidad de los monumentos religiosos romanos. Los templos de Roma más dignos de mención eran el templo de Júpiter Capitolino y el Panteón. El templo de Júpiter Capitolino, en el monte Capitolino, estaba dedicado en el 509 a.C. a Júpiter, Juno y Minerva. Construido originalmente en estilo etrusco, fue reconstruido o restaurado varias veces bajo el imperio y destruido finalmente por los vándalos en el 455 d.C. El Panteón fue construido desde el 117 al 138 d.C. por el emperador Adriano y dedicado a todos los dioses; este edificio reemplazaba a un templo más pequeño que había construido Marco Agripa. El Panteón se convirtió en iglesia cristiana en el 607 es ahora un monumento nacional italiano.
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DECADENCIA DE LA RELIGIÓN ROMANA
La traslación de las cualidades antropomórficas de los dioses griegos a la religión romana y, tal vez aún más, el predominio de la filosofía griega entre los romanos cultos, produjo su desinterés cada vez mayor por los viejos ritos, hasta tal punto que en el siglo I a.C. los oficios sacerdotales antiguos prácticamente desaparecieron. Muchos hombres cuyo origen patricio los habilitaba para estas tareas no creían en los ritos, y si los practicaban era por interés político, y la masa del pueblo inculto fue aceptando cada vez más los ritos extranjeros. Sin embargo, los cargos de pontífice y de augur siguieron siendo cargos políticos codiciados.
El emperador Augusto emprendió una completa reforma y restauración del antiguo sistema, y él mismo llegó a ser miembro de todas las órdenes sacerdotales. Aunque los primeros rituales habían tenido poco que ver con la moralidad —entendida como una relación práctica con poderes ocultos en la que los individuos servían a los dioses y recibían a cambio seguridad—, sí produjeron una disciplina piadosa y religiosa y, por tanto, Augusto los consideró una salvaguarda contra cualquier desorden interno. Durante este periodo, la leyenda de la fundación de Roma por el héroe troyano Eneas cobró una gran fuerza gracias a la publicación de la Eneida por Virgilio.
A pesar de las reformas instituidas por Augusto, la religión romana en el Imperio tendió cada vez más a centrarse en la Casa imperial y, en consecuencia, los emperadores fueron divinizados después de su muerte. Esta divinización había comenzado incluso antes del establecimiento del imperio con Julio César. Los emperadores Augusto, Claudio, Vespasiano y Tito también fueron divinizados y, después del reinado (96-98 d.C.) de Marco Coceyo Nerva, muy pocos emperadores no recibieron esa distinción.
Durante el Imperio se hicieron populares y se extendieron mucho numerosos cultos extranjeros, tales como el de la diosa egipcia Isis y el del dios persa Mitra, que en algunos aspectos era similar al cristianismo. A pesar de las persecuciones que se extendieron desde el reinado de Nerón hasta el de Diocleciano, el cristianismo fue ganando adeptos y se convirtió en una religión oficialmente tolerada en Roma bajo Constantino el Grande, quien gobernó como único emperador desde 324 hasta 337. Todos los cultos paganos se prohibieron en 392 por un edicto del emperador Teodosio I.

El asombroso Kukulcán



El Castillo, Chichén Itzá
El Castillo o templo de Kukulcán, versión maya del dios azteca Quetzalcóatl, es la pirámide más alta y monumental de Chichén Itzá. Ocupa unos 4.000 m2 de superficie, consta de 9 cuerpos y está coronada por un templo de estilo maya. Muy cerca se encuentra situado el grupo de las Mil Columnas, conjunto de monumentos de piedra, de forma cilíndrica y alargada, en su mayoría esculpidos.

Kukulcán, en la mitología maya, el dios de los vientos y de la respiración; su nombre, ‘serpiente emplumada’, le relaciona con el dios azteca Quetzalcóatl. En el Castillo de los restos arqueológicos de Chichén Itzá se le puede observar como una serpiente que desciende en los vértices del edificio en forma de columnas de aire durante los solsticios.
Kukulcán, también como Quetzalcóatl, es, según las crónicas mayas, el conquistador que llegó a Yucatán por el mar desde el Oeste, hacia finales del siglo X, y se convirtió en caudillo y fundador de una civilización. De la fusión de los dos mitos, Kukulcán aparece como el señor del viento porque rige y gobierna la nave que le condujo a Yucatán y al pueblo que fundó.

La asombrosa Guerra de Troya



Homero
Los ejércitos griego y troyano preparan la guerra de Troya (siglo XII a.C.), la batalla más célebre de la mitología occidental. Al mismo tiempo, los dioses se reúnen para discutir sobre el destino de los seres humanos y decidir si les permiten arreglar sus disputas de un modo pacífico o bien activan las fuerzas que acabaran con la destrucción de los dos bandos y, con ello, de toda la civilización. Atribuido al escritor clásico griego Homero, la Iliada data del siglo IX a.C.

Muerte de Príamo
Ánfora antigua con figuras rojas, que representa la muerte del rey troyano Príamo en manos de Neoptólemo durante el saqueo de la ciudad, punto culminante de la guerra de Troya.Museo Británico,

Guerra de Troya, en la mitología griega, guerra librada por los griegos contra la ciudad de Troya. Se cree que la leyenda se basa en hechos verídicos, episodios de una guerra real entre los griegos del último periodo micénico y los habitantes de Tróade, en Anatolia, parte de la actual Turquía. Modernas excavaciones arqueológicas han revelado que Troya fue destruida por el fuego a principios del siglo XII a.C., tradicional fecha de la guerra, y que ésta pudo haber estallado o bien por el deseo de saquear esa rica ciudad o por poner fin al control comercial que Troya ejercía sobre Dardanelos.
Relatos legendarios de la guerra remontan su origen a una manzana de oro, dedicada a “la más bella”, que lanzó Eris, diosa de la discordia, entre los invitados celestiales a las bodas de Peleo, soberano de los mirmidones, y Tetis, una de las nereidas. La entrega de la manzana a Afrodita, diosa del amor, por parte de Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, aseguró a Paris el favor de la diosa y el amor de la hermosa Helena, mujer de Menelao, rey de Esparta. Helena se fue con Paris a Troya y como consecuencia se organizó una expedición de castigo, al mando de Agamenón, rey de Micenas, para vengar la afrenta hecha a Menelao. El ejército de Agamenón incluía a muchos héroes griegos famosos, como Aquiles, Patroclo, Áyax, hijo de Telamón y Áyax, hijo de Oileo, Teucro, Néstor, Odiseo y Diomedes.
Como los troyanos se negaron a devolver a Helena a Menelao, los guerreros griegos se reunieron en la bahía de Áulide y avanzaron hacia Troya en mil naves. El sitio duró diez años y los nueve primeros transcurrieron sin mayores incidentes. En el décimo año, Aquiles se retiró de la batalla por un altercado que tuvo con Agamenón; la acción de Aquiles proporcionó a Homero el tema de la Iliada. Para vengar la muerte de su amigo Patroclo, Aquiles retomó la lucha y mató a Héctor, el principal guerrero troyano. Otros hechos, que aparecen narrados en poemas épicos posteriores, abarcan la victoria de Aquiles sobre Pentesilea, reina de las Amazonas, y Memnón, rey de Etiopía, y la muerte de Aquiles en manos de Paris.
La ciudad de Troya fue tomada finalmente gracias a una traición. Un grupo de guerreros griegos consiguió entrar en la ciudad ocultándose en el interior de un gran caballo de madera (véase Caballo de Troya). A continuación los griegos saquearon y quemaron la ciudad. Sólo escaparon unos pocos troyanos, el más famoso de ellos Eneas, quien condujo a los demás sobrevivientes hacia la actual Italia. Virgilio ha contado esta historia en la Eneida.
El retorno de los guerreros griegos a Grecia también inspiró muchos poemas épicos. El más famoso de ellos es el de Odiseo, que regresa a Ítaca después de diez años de difícil travesía, tal como lo elabora poéticamente Homero en la Odisea.

América viene de Américo



El navegante y explorador italiano Américo Vespucio, o Amerigo Vespucci, dio nombre al Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón en 1492, tras la publicación de su obra Cosmographiae Introductio, en 1507. Hasta entonces, las tierras del nuevo continente eran conocidas como las Indias. El destino jugó a favor de Américo Vespucio, quien erróneamente fue considerado el autor intelectual del descubrimiento.
Fragmento de Amerigo Vespucci, un nombre para el Nuevo Mundo.
De Consuelo Varela Bueno
Capítulo V: El nombre de América
El destino, o una fatalidad, quiso que el nombre de Amerigo fuera con el que se conociera para siempre el Nuevo Continente descubierto por Cristóbal Colón.
La historia, rocambolesca, es la siguiente. En el corazón de la Lorena, y bajo la protección de su duque Renato II, existía de antiguo un monasterio llamado Saint-Dié, cuyos canónigos compartían el rezo y los cánticos sagrados con la afición de amanuenses; excelentes copistas y buenos cartógrafos, transcribían con entusiasmo cuantos papeles importantes caían en sus manos. Tenían, además, una pequeña imprenta de cuyos tórculos saldrían cada año ediciones de obras señeras. A aquella imprenta llegó un buen día un clérigo que había estudiado en la universidad de Friburgo y cuyo oficio era el de dibujante y cartógrafo, además de corrector de pruebas. Se llamaba Martin Waldseemüller.
En el año de 1507 estaban todos en Saint-Dié preparando una nueva edición, a ser posible más fiable que las anteriores, de la Geografía de Ptolomeo. En esto llegó a manos del duque un ejemplar de la carta de Amerigo a Soderini, conteniendo los relatos de sus cuatro viajes y un mapa en el que estaban dibujadas las regiones recién descubiertas por Amerigo, los portugueses y los españoles. Al punto entregó Renato al monasterio su ejemplar. El entusiasmo de los canónigos, que ya conocían otro escrito del florentino, el Mundus Novus, fue inmenso. Tanto que abandonaron la idea de imprimir el Ptolomeo para dedicarse por entero a la edición de este texto. El poeta Jean Basin de Saudaucourt se apresuró a traducir al latín el texto de la carta de Amerigo, que estaba en francés, y Matías Rigmann, que ya había publicado un poema inspirado en el Mundus Novus, se dedicó a preparar una introducción a la cosmografía que la carta de Amerigo exponía. Por su parte, Waldseemüller sería el encargado de confeccionar el mapa del Nuevo Mundo. El equipo estaba dispuesto a preparar un librito que iba a representar una nueva geografía y que iba a anunciar al mundo el conocimiento de un nuevo continente.
Nada tiene de extraño que un texto de Amerigo, o del «pseudo-Amerigo» apareciera en el centro de Francia y en francés. Por entonces diversas versiones de cartas manuscritas relatando los viajes del florentino circulaban con relativa facilidad. En 1507, la carta a Soderini, publicada en 1504, era ya conocida en todas partes y, dado lo caro de las primeras impresiones, es lógico que se hicieran copias a mano mucho más baratas que los príncipes las solicitaran. Así se explica que el ejemplar que pertenecía a Renato estuviera a él dirigido, aunque nunca se conocieron el duque y el nauta, al igual que otro ejemplar apareciera dedicado a Fernando el Católico.
Por fin, el 25 de abril de 1507 salía de las prensas de Saint-Dié el ansiado libro con el título de Cosmographiae Introductio. Acompañando al texto se incorporaban un planisferio y una especie de recortable, que, pegado sobre una esfera, daría la exacta idea del globo terrestre. Como señala G. Arciniegas, el modelo era ni más ni menos que el mismo que hizo Amerigo Vespucci cuando entregó al Popolano «una figura plana y un mapamundo de cuerpo esférico, preparado con mis manos». Tras un poema introductorio en el que hábilmente se anuncia la mercancía —«Como la fama, testigo locuaz, dice que las cosas nuevas agradan. Aquí tienes, lector, novedades que buscan agradar. En este librito de Amerigo veréis las regiones descubiertas y las costumbres de sus gentes»—, la Cosmographiae Introductio se compone de un prólogo, un epílogo y nueve breves capítulos.
En el último capítulo aparece el texto que hizo famoso al florentino: «Mas ahora que esas partes del mundo han sido extensamente examinadas y otra cuarta parte ha sido descubierta por Americus Vesputius (como se verá por lo que sigue), no veo razón para que no la llamemos América, es decir, la tierra de Americus, por Americus su descubridor, hombre de sagaz ingenio, así como Europa y Asia recibieron ya sus nombres de mujeres». Al margen de este pasaje se colocó una nota que simplemente decía América.
Lo que entra por los ojos son, sin duda, los dibujos, los mapas, y por ello la divulgación del nombre de América se debió, más que al texto impreso de la carta, al mapa que dibujó Waldseemüller. Enfrentados, puesto que son dos concepciones diferentes, aparecen los retratos de Ptolomeo y de Vespucci, bellísimamente dibujados, colocados al lado de sus mundos: a la derecha, junto a Amerigo, el Nuevo Mundo y a la izquierda, junto a Ptolomeo, el Viejo. Desde este momento resultará del todo punto imposible separar ambas imágenes: el Nuevo Mundo, pese a quien pese, será ya para siempre América.
Como ya esperaban en Saint-Dié, el libro tuvo un éxito enorme, tanto que hubo que hacer en el mismo Saint-Dié y en el mismo día dos ediciones, seguidas de muchas más.
La reacción no se hizo esperar. Muchos aceptaron de inmediato el nombre dado por Waldseemüller al Nuevo Continente; otros siguieron por un tiempo denominándole las Indias Occidentales.
En España, sin embargo, se levantaron feroces críticas. Conviene señalar que el primero que alzó su pluma contra tamaño disparate fue fray Bartolomé de las Casas. El dominico, admirador como ninguno de la gesta colombina e íntimamente unido a la familia, no soportaba la idea de ver suplantado el nombre de su héroe por el de quien, para él, era un impostor. Por ello lanzó sus diatribas comentando en su Historia General de las Indias, con todo lujo de detalles, cuantos errores aparecían en las cartas impresas de Amerigo, de quien afirma que «pretendió tácitamente aplicar a su viaje y a sí mismo el descubrimiento de la tierra firme, usurpando al Almirante lo que tan justamente se le debía».
No le faltaba razón al fraile. En efecto, Amerigo no fue ese hombre tan extraordinario como la posteridad nos lo ha mostrado. Nada sabemos de sus artes marineras fuera de lo que él mismo, en un alarde de inmodestia, nos cuenta. Sus comentarios geográficos son, en muy buena medida, meros plagios de las teorías en boga en aquel momento. Es verdad que sus Cartas poseen una cierta calidad estilística y que, en ocasiones, hasta se permite hacer comparaciones con textos clásicos, que parecen citados de segunda mano. Pero también es verdad que esas Cartas pudieron muy bien ser adobadas, tanto por aquellos que las vertieron al latín, como por un buen corrector de estilo —y en Florencia los había muy buenos—, no siendo extraño que éstos se permitieran adornar profusamente los textos que les llegaban para imprimir. Para colmo, no se ha conservado ni uno sólo de los informes que, en razón de su cargo, hubo de hacer Amerigo para la Casa de la Contratación y que nos hubieran dado luz sobre la validez de sus dictámenes. Ninguno de sus compañeros alabó su ciencia más allá de lo obligado. Desde el punto de vista social y económico, tampoco fue Vespucci un hombre sobresaliente. Como hemos visto, no sólo reside en una casa cuya renta está entre los límites más modestos para una morada de clase media baja, sino que su estilo de vida no casa en absoluto con su propio autobombo. Casado con una mujer analfabeta, que ni siquiera sabía dibujar su firma, él, que se había movido en los ambientes más cultos de su ciudad natal, se desenvuelve en Sevilla entre una medianía.
Sin embargo, fue Amerigo Vespucci un hombre que carecía de los méritos de un Cristóbal Colón, de los hermanos Pinzón o de Juan de la Cosa, quien tuvo la fortuna de dar su nombre al Nuevo Continente. Y aún cabe señalar una ironía más del destino. Cuando a fines del siglo pasado se hicieron unas excavaciones al pie del altar mayor de la catedral de Santo Domingo, apareció un sarcófago con un extraño letrero que anunciaba que los restos contenidos en la caja eran los del Primer Almirante, don Cristóbal Colón, Descubridor de la América. Como en España lo normal fue siempre hablar de las Indias (Occidentales), y no de América, fue éste un argumento más entre los que esgrimieron los miembros de la Academia de la Historia española (Colmeiro, Ballesteros) para tildar de apócrifa la inscripción dominicana. Sin entrar en la espinosa cuestión, hay que reconocer en honor a la verdad que en los últimos decenios del siglo XVII algunos españoles usaron esta denominación extranjera. La sombra de Amerigo, como se ve, persiguió a Colón incluso después de muerto.
Fuente: Varela Bueno, Consuelo. Amerigo Vespucci, un nombre para el Nuevo Mundo. Biblioteca Iberoamericana. Madrid: Ediciones Anaya, S.A., 1988.

martes, 22 de febrero de 2011

Adán y Eva



Adán y Eva
Según el Génesis, relato bíblico de la creación, Dios creó a Adán a partir del polvo de la tierra y le situó en el Jardín del Edén. Eva, la primera mujer, fue creada con una de las costillas de Adán. Tentado por Eva, Adán comió la fruta prohibida del árbol del bien y del mal, y ambos fueron expulsados del Paraíso por su desobediencia. En este grabado de Durero, Adán y Eva (1504), la serpiente tienta a Eva a compartir el fruto con Adán.
Adán y Eva, según la Biblia y el Corán, el primer hombre y la primera mujer, progenitores de la raza humana. Adán, en hebreo adam significa hombre, fue creado "con polvo del suelo" (Gen. 2,7); Eva, en hebreo javá, la que vive, la viviente, fue creada de una costilla de Adán y entregada a éste por Dios para que fuera su mujer. El relato aparece en dos versiones: Gén. 1,26-27 y Gén. 2,7-8; 18-24.
En tiempos antiguos, solía suponerse que todas las especies vivientes, incluida la humana, tenían su origen en un par de ancestros aborígenes creados directamente por Dios. En este aspecto, el relato bíblico de Adán y Eva difiere sólo en detalles de otros mitos similares del antiguo Oriente Próximo y de otras regiones. Mitos del mismo tipo aparecen también, por ejemplo, en fuentes mesopotámicas antiguas como el poema de Gilgamesh, que data del aproximadamente 2000 a.C.
En el islam, Adán es el vicario de Dios y Hawa su esposa, Eva. Según dice el Corán y amplían las leyendas islámicas, fue creado de barro, de arcilla moldeable. Está considerado como el primer Profeta mensajero (nabí rassul). Cuenta una tradición islámica que fue el constructor original del altar sagrado, La Caaba, en la Meca.
En ciertos aspectos, el relato bíblico de Adán y Eva es único. Los primeros capítulos del Génesis fueron sometidos a un considerable trabajo editorial, y lo que al principio era una narración lineal del comienzo de la especie humana en general se convirtió en un relato más sofisticado para explicar la situación de los hombres y las mujeres en sus relaciones entre sí y con el entorno. Esto queda en evidencia en la introducción del tema de la creación de la mujer separada de Gén. 2,18-24 que, entre otras cosas, defiende la complementariedad entre ambos sexos. También puede verse en la utilización que se hace de la historia para culpar a la humanidad por habitar un mundo muy lejos de la perfección, en el que la tierra se hace de rogar para ofrecer su fruto (Gén. 3,17-19) y en el que la posición social de la mujer es inferior a la del hombre (Gén. 3,16).
Estas distintas direcciones que se han dado al relato bíblico del origen de los seres humanos constituye el principal elemento para considerarlo un clásico religioso. Antes de que surgiera la crítica bíblica, cuando la Biblia era el único ejemplar de literatura antigua conocido por el mundo occidental, se consideraba un documento histórico que ofrecía información veraz acerca de un pasado, relativamente reciente, que había transmitido su tradición ininterrumpidamente de generación en generación. Se daba por supuesto que la narración era nada menos que un hecho histórico real. Tal es la posición que todavía hoy mantienen quienes se definen a sí mismos, o son definidos por otros, como fundamentalistas, término aplicado a quienes consideran que la influencia (o inspiración) divina en la producción de las narraciones bíblicas es una garantía de que todo su contenido debe ser aceptado como hecho literal.
Sin embargo, la mayoría de los especialistas bíblicos de la actualidad aceptan el relato de Adán y Eva por lo que al parecer es: una narración hebrea de los orígenes de la humanidad que tiene muchas conexiones con mitos de otros pueblos de la antigüedad, aunque también bastantes elementos que la distinguen de ellos. El reconocimiento de esta realidad no merma en modo alguno los valores religiosos del relato, sino que se limita a definirla.

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