La invasión de las Especies introducidas



La especies humana se ha extendido por todo el globo en apenas unas decenas de miles de años, un instante si lo comparamos con la larga existencia de vida en la Tierra. A lo largo de los últimos siglos ha crecido el ritmo de su movimiento: por deseo o por fuerza, gentes de todos los rincones del mundo se han desplazado a otros lugares.
Cuando se traslada con todas sus pertenencias de un lugar a otro, el hombre lleva consigo muchas otras especies. Algunas las traslada deliberadamente desde su lugar de origen hasta el nuevo y lejano hogar. Otras veces lo hace inconscientemente. El resultado es un intercambio biótico tan enorme que son contados los ecosistemas de la Tierra que no tienen algún residente permanente que llevó hasta allí el ser humano.
La gente traslada otras especies por muchas y variadas razones. Los animales domésticos y los productos de cultivo por su utilidad obvia han llegado a todas partes. Grandes extensiones de tierra de las zonas tropical y templada en las que antes hubo bosques, sabanas, praderas y desiertos, han sido ocupadas por el hombre y convertidas en asentamientos, en pastos para los animales domésticos, en campos y tierras cultivadas. Los hombres y sus ganados son hoy más numerosos que cualquier otro mamífero terrestre de tamaño similar.
Los jardineros han transplantado flores, arbustos y árboles valorados como ornamento. Los silvicultores han creado plantaciones de árboles llenas de especies foráneas. Los cazadores han llevado aves de caza y mamíferos a nuevos hábitats y los cazadores de pieles han introducido animales no nativos. Los pescadores han llenado lagos y ríos de especies exóticas para tener alimento y diversión. Los colonos nostálgicos, deseosos de corregir lo que veían como olvidos de la naturaleza en sus hogares adoptivos, han llevado especies de su país de origen. Y gentes de toda condición han introducido sin saberlo cucarachas, ratones y muchísimas otras plagas que viajaron con ellos como polizones.
Muchas de estas importaciones de vida no llegaron a asentarse, pero otras especies, que se vieron libres de las limitaciones del ecosistema en el que habían nacido, se multiplicaron hasta alcanzar proporciones de plaga. Estas especies oportunistas, plantas y animales que han invadido su nuevo entorno, han alterado los ecosistemas y han desplazado a las especies nativas, hasta el punto de que muchos científicos creen que las especies introducidas son una amenaza tan grave para la conservación de la biodiversidad como la propia destrucción de un hábitat. Hay muy pocos lugares de la Tierra donde no se encuentren señales de graves alteraciones.
Huéspedes
El caso del conejo europeo en Australia se ha convertido en problema clásico en el campo de la biología de la conservación, como ejemplo no sólo de una acción aparentemente inocua que se ha vuelto peligrosa, sino también de la gran cantidad de problemas ecológicos que muchas veces suceden tras la introducción de especies extrañas. Un inglés inmigrante en Australia que añoraba cazar conejos soltó dos docenas de animales en sus tierras de Victoria en 1859. Los conejos efectivamente se reprodujeron como tales, descubrieron enormes y hospitalarias extensiones y muy pocos depredadores, por lo que pronto se adueñaron de una amplia zona de la templada Australia.
Al cabo de algunas décadas, decenas de millones de conejos habían acabado con buena parte de la vegetación, agujereado la tierra con sus madrigueras, arruinado a granjeros y criadores de ovejas y robado a los animales nativos la comida, el agua y el refugio. Los más desesperados pusieron veneno y mataron a muchos conejos, que pronto se recuperaron, y también a muchos animales nativos, que no lo consiguieron. Llegó otro extranjero, el zorro rojo europeo, para cazar a los conejos, pero prefirió dedicarse a los mamíferos de escaso tamaño, a los reptiles y a los pájaros que anidan en el suelo. Hasta 1950 Australia no empezó a controlar este azote de los conejos: introdujo un virus de América del Sur que provoca la mixomatosis, una enfermedad mortal para los conejos, pero ya entonces los daños eran incalculables.
El equivalente vegetal del conejo fue el nopal, un cactus de América que se introdujo como ornamento paisajístico. Muy pronto adornaba millones de hectáreas en las praderas y los pastos australianos, que se hicieron inútiles para los ganados y para los animales salvajes. Hubo que importar a otro extranjero, en este caso la oruga del cactus, para que frenara al prolífico nopal.
Pero las especies importadas para el control biológico de otras exóticas pueden ser tan dañinas como las plagas con las que debían acabar. Buscando una solución a los escarabajos y otros insectos dañinos, los agricultores llevaron el sapo marino gigante de América del Sur a Queensland, Filipinas, Taiwan, Hawai, Florida, Cuba y otros lugares en los que se cultiva la caña de azúcar. El sapo se apoderó de todo: prolífico, voraz y venenoso, abandonó los campos de caña e infestó los campos, pueblos y jardines próximos. Desplazó a los anfibios nativos, acabó indiscriminadamente con plagas y con insectos beneficiosos y con todos los animales que pudo. Los perros y otros depredadores que trataron de comerse los sapos recibieron a cambio un poco de veneno.
Otro ejemplo notable de especie introducida que resultó nociva es el estornino común, que se soltó en el Central Park de Nueva York por razones que parecerán incomprensibles a las numerosas personas que hoy consideran adorable a esta tremenda plaga. Los estorninos crecieron y se multiplicaron con tal entusiasmo que llegaron a la costa pacífica de América del Norte en poco más de 50 años.
El estornino, al igual que muchas otras especies dañinas, procede de Eurasia. ¿Por qué los movimientos de invasores sólo han sido en una dirección, desde las tierras continentales del Hemisferio oriental a las islas y continentes del resto del mundo? Los ecologistas creen que la larga historia de ocupación humana y de alteración de los ecosistemas en el Viejo Mundo ha hecho posible que las especies que mejor se adaptan a las situaciones nuevas se extendieran por todos los hábitats. Cuando estas especies oportunistas fueron trasladadas más tarde a entornos relativamente intactos de las islas y de las dos Américas, colonizaron rápidamente los hábitats en las que eran contadas las especies nativas cuya evolución les hubiera preparado para expandirse.
Turistas y polizones
Muchas especies se han dispersado por todo el mundo viajando en trenes, barcos y aviones. Las vías férreas y las carreteras son los medios de transporte que utilizan las plagas. Semillas, esporas, huevos, larvas, plantas, hongos, insectos, serpientes y otros animales pequeños viajan tranquilamente en cargamentos de frutas y verduras, de grano, madera, tierra y otras mercancías con las que se comercia en todo el mundo. El tráfico actual en contenedores favorece este tipo de transporte, y los inspectores de los puertos de llegada no pueden interceptar a todos estos polizones.
Los vehículos para el transporte de personas también contribuyen a la expansión de animales de mayor tamaño. La culebra arborícola parda fue transportada accidentalmente de Nueva Guinea a Guam en un barco militar al finalizar la II Guerra Mundial. La culebra se adueñó pronto de la isla y se redujo drásticamente la población de aves nativas. Se discute que la culebra fuese la única causante del desastre, pero no cabe duda de que fue uno de los motivos. Dado que la culebra arborícola parda es una maestra en esconderse en los huecos de las ruedas de los aviones, en las bodegas de carga y en los contenedores, muchos temen que llegue inevitablemente a Hawai, donde podría asestar el golpe de gracia a las ya amenazadas aves indígenas.
A lo largo y ancho del mundo, miles de barcos, algunos con tanques de lastre con capacidad para millones de litros, recogen agua en un puerto y la vierten en otro. Con el agua se descargan todos los seres vivos que hayan sobrevivido al viaje, y algunos de ellos van a encontrarse en su nuevo entorno como peces en el agua. Las florecientes pesquerías del Mar Negro han dejado de serlo desde que llegó de América del Norte una especie de medusa en los tanques de lastre de un barco. La medusa forastera proliferó con tal intensidad que hoy representa la increíble proporción del 95% de la biomasa de ese mar.
El transporte rápido en barcos y aviones facilita igualmente la propagación de virus, hongos, bacterias y otros organismos causantes de enfermedades. Aunque nunca se les considera especies introducidas, muchos de estos agentes patógenos lo son. La ictericia hematúrica, una enfermedad vírica de los mamíferos ungulados, acabó con el ganado doméstico, los búfalos, los antílopes, las jirafas y otras especies de ungulados africanos tras ser llevada desde la India a finales del siglo XIX. Un hongo de Japón destruyó los castaños, especie de primera importancia ecológica y económica en los bosques de la zona occidental de América del Norte. Un microbio parasitario, introducido en Estados Unidos durante la década de 1950, provoca la denominada enfermedad del tambaleo que está acabando con la trucha arco iris y con otros peces similares de las corrientes de las Montañas Rocosas.
En la historia del hombre abundan los ejemplos de poblaciones que enfermaron y murieron tras quedar expuestos a gérmenes extraños a los que no eran inmunes. Hasta dos tercios de los pobladores originarios de América murieron por haber contraído viruela, sarampión y otras enfermedades que llevaron los exploradores y los colonos europeos.
La vulnerable vida de las islas
Muchas especies y géneros insulares son endémicas, sólo se encuentran en la isla concreta o el archipiélago en el que viven. Puesto que han evolucionado en medio de su aislamiento, estas poblaciones insulares muchas veces no tienen capacidad para enfrentarse a la tremenda presión de competidores, depredadores, parásitos y enfermedades que son habituales en otras partes del mundo más relacionadas entre sí, especialmente en el Hemisferio oriental. Por otra parte, si una especie nativa de tierra firme se extingue, podría recuperarse con ejemplares inmigrantes que han sobrevivido en otro lugar, pero la desaparición de la población endémica de una isla es definitiva, no hay reservas con las que recuperar la población.
Por todas estas razones, la vida de las islas es especialmente sensible a las alteraciones y propensa a la extinción. La superficie global de las islas, incluida la propia Australia, es mucho menor que la de los continentes. Sin embargo, alrededor de la mitad de las especies y más de la mitad de los géneros que se sabe que se extinguieron en otras épocas eran endémicos de islas. En muchos casos, la causa principal de su desaparición fueron las especies introducidas.
Los pobladores maoríes llevaron la rata y el perro de Polinesia a Nueva Zelanda. Estos dos recién llegados enseguida se dedicaron a atacar a las aves nativas, desde los gigantescos dinornis hasta especies más pequeñas. Siglos después, los colonos europeos llevaron otras especies de ratas y más perros, además de ovejas, cabras, vacas, cerdos, gatos y ratones, muchos de los cuales se volvieron salvajes. Por otra parte, los europeos crearon sociedades de aclimatación, dedicadas a poblar las islas con ciervos, conejos, comadrejas, ualabíes, zarigüeyas y otras especies de las que, por desgracia, se había olvidado la negligente naturaleza.
La flora y la fauna autóctonas sufrieron terriblemente el ataque simultáneo del hombre y de los animales que éste llevó. Casi la mitad de las especies vegetales que hoy crecen en Nueva Zelanda son foráneas, más de cuarenta especies de aves se han extinguido desde que comenzó el contacto con el ser humano y los ecosistemas únicos de las islas se han transformado profundamente.
En el remoto archipiélago de Hawai se han destruido los bosques originales de las tierras bajas para tener tierras de cultivo y lo que sobrevivió se ha visto degradado e invadido por especies extrañas escapadas de jardines, parques y plantaciones. Por cada dos especies vegetales naturales de Hawai hay una foránea naturalizada y siguen llegando en grandes cantidades otras que pretenden llegar a serlo.
Los cerdos salvajes, las cabras y las ovejas que hozan, ramonean y pastan implacablemente destruyen los hábitats hawaianos desde el nivel del mar hasta las tierras altas. Los mosquitos de otros lugares propagan la malaria y otras enfermedades a las aves nativas. Los insectos nativos, de suprema importancia ecológica como polinizadores y biorreductores, caen víctimas de las hormigas argentinas, las avispas de América del Norte y otros invasores. Los caracoles gigantes africanos, importados como alimento por el hombre, se escaparon y se convirtieron en la gran amenaza para las plantas nativas y las cultivadas. Los caracoles depredadores de América que se soltaron para que los controlaran, prefirieron dedicarse a devorar caracoles hawaianos nativos y ya han acabado con varias especies. La mangosta de la India, que se introdujo en 1883 para que controlara a las ratas, también introducidas, que infestaban los campos de caña de azúcar introducida, resultó mucho más eficaz para exterminar a las aves nativas con una capacidad lamentable que ya había demostrado en Jamaica y otras islas del Caribe.
Hacia una fauna mundial
Los ecosistemas son complejos de especies interdependientes dentro del entorno físico que ocupan. Las interacciones entre estas especies son muchas veces sutiles y la integración de sus papeles es perfecta. Sólo conociendo estos complejos pueden descubrirse sus intrincados detalles. Por desgracia, la destrucción del ecosistema es el resultado más frecuente cuando el hombre introduce especies extrañas. Un número relativamente reducido de plantas y animales corrientes sustituye a una multitud de especies nativas y especiales que han evolucionado unidas, lo que empobrece la biodiversidad del planeta y la enorme variedad de formas de vida que hay dentro de cada ecosistema e interfiere en sus relaciones.
Las especies y los ecosistemas continentales son en general más resistentes que los de las islas. Sus poblaciones suelen incluir un número más alto de individuos y las especies suelen ser más variadas. En consecuencia, es posible que haya una reserva de seres inmigrantes capaces de recuperar una población local extinta. Sin embargo, los ecosistemas de tierra firme no son en modo alguno invulnerables a las invasiones de fuera. El gorrión europeo supone hoy una grave amenaza en las regiones templadas de África, Australia y las dos Américas, donde provoca daños considerables en las cosechas y sale victorioso de la lucha por el alimento y los nidos contra las aves nativas.
La nutria, un carnívoro acuático introducido conscientemente en la parte meridional de América del Sur, escapó de las granjas y hoy vive en estado salvaje en América del Norte y Eurasia, donde desplaza a otros animales nativos, destroza las marismas y los arrozales, y destruye diques y bancales con sus madrigueras. En una excepción más a la regla de que las plagas más agresivas proceden del Viejo Mundo, la rata almizclera de América del Norte duplicó el tamaño de su ya amplia zona de acción tras su llegada a Eurasia, donde fue introducida a principios del siglo XX.
Muchas especies se subdividen en dos o más subespecies adaptadas a las condiciones concretas de los lugares en los que habitan. El hombre simplifica y homogeneíza la biota del mundo cuando implanta individuos de una clase en el hábitat de otra. Esto ocurre especialmente con los animales apreciados para la caza o por su piel. En las poblaciones híbridas genéticamente indiferenciadas que resultan desde el salmón, la trucha y la perca hasta el faisán de collar, el jabalí, el ciervo, la liebre de rabo blanco y el zorro rojo, las características especiales de forma y conducta que permitieron a los animales originales adaptarse a su entorno pueden haberse perdido irremisiblemente.
No sólo las especies autóctonas sino también las naturalizadas pueden sufrir la degradación genética de especies foráneas competitivas. Las abejas europeas domesticadas, por ejemplo, se llevaron deliberadamente a América, donde pronto se apreciaron como polinizadoras de plantas cultivadas y salvajes. Estas abejas, que habían evolucionado en la zona templada, estaban genéticamente programadas para producir grandes cantidades de miel durante el invierno, pero no lograron prosperar con el calor y la humedad invariables de los trópicos americanos.
Para solucionar este problema, los apicultores brasileños importaron abejas africanas para cruzarlas con las de allí, pero el experimento se volvió contra ellos, pues las agresivas abejas africanas dominaron a las residentes y los apicultores no encontraron el modo de controlarlas. Como procedían de los trópicos, donde no hay invierno, las abejas africanas no acumulaban miel, y transmitieron esta característica negativa a su progenie híbrida. Estas abejas africanizadas, llamadas abejas asesinas, desde entonces se han propagado desde Brasil por las áreas tropicales y subtropicales del Nuevo Mundo y han sustituido a las benignas y productivas abejas de ascendencia europea.
Hacia una flora mundial
Para la gente, acostumbrada a verlas siempre allí, las plantas naturalizadas son nativas. De hecho, tanto si viven en la ciudad, en los suburbios o en el campo, pocas personas son capaces de mirar a su alrededor sin que su vista tropiece con plantas procedentes de lugares lejanos. Muchas de ellas tienen un valor económico u ornamental. Elementos aparentemente tan característicos de la flora mediterránea como la aceituna, el higo, el limón o el tomate nacieron en otro lugar.
Muchas otras plantas foráneas son plagas que florecen en lugares modificados por la actividad humana. El diente de león, el zurrón de pastor, la pamplina y la ortiga, por ejemplo, invaden prados, campos, bordes de las carreteras y zonas en construcción de América, Australia y Nueva Zelanda. Como ocurre con los animales, las plantas de Eurasia son preponderantes en la lista mundial de malas hierbas, y muchas de ellas llegan hasta los trópicos.
Otras especies foráneas mucho más perniciosas invaden agresivamente los ecosistemas nativos. La liana del caucho de Madagascar asfixia los bosques de Queensland, Australia. Pinos y acacias exóticos y otras plantas de la zona mediterránea amenazan con destruir el fynbos, la riquísima formación vegetal exclusiva de la zona de las provincias del Cabo en Suráfrica. La madreselva japonesa abruma a las plantas nativas de los bosques del este de América del Norte y la hiniesta escocesa causa el mismo daño en las praderas, los prados y los grandes bosques del Pacífico noroccidental.
Las regiones tropicales y subtropicales se han convertido en un crisol de plantas, hasta el punto de que una flora universal, simplificada y uniforme, amenaza con sustituir a la biodiversidad local. Un diligente grupo de voluntarios consiguió, desherbando manualmente las tierras, recuperar algunas comunidades de plantas nativas de Bermudas, totalmente invadida por plantas extrañas. En Estados Unidos, The Everglades y otros ecosistemas del sur de Florida se han visto invadidos hasta por 400 especies de plantas exóticas. Son especialmente agresivas la casuarina o pino australiano, el pimiento de Brasil y la melaleuca o cajeput, especialmente nociva para los humedales por la velocidad con que absorbe agua a través de las raíces y la evapora a través de las hojas.
Invasores acuáticos
Las plantas acuáticas invasoras están acabando con ríos y lagos de todo el mundo. Las llamativas flores del jacinto acuático de América del Sur ocultan la notable capacidad de esta planta flotante para matar a las especies del fondo, taponar acequias y canales de regadío e impedir la navegación en las zonas tropicales, a donde llegó como planta ornamental.
Muchas plantas que son inocuas en las aguas donde nacieron se transforman en malas hierbas cuando llegan a otro lugar. Una especie acuática de América del Norte, llamada elodea, invade las aguas de Europa. La hydrilla y la milenrama de agua, naturales del Hemisferio oriental, hoy asolan lagos, embalses y corrientes de Canadá y de Estados Unidos. La morraza es una especie esencial y valiosa en sus marismas saladas nativas de la costa atlántica de América del Norte, pero en Gran Bretaña, Nueva Zelanda y la costa pacífica de América del Norte altera las tierras bajas y los humedales, y desplaza a las plantas nativas de las que depende la vida salvaje para encontrar alimento y refugio.
Debido a la extendida costumbre de soltar el agua de lastre de los barcos, los estuarios se han convertido en centro de reunión de una cosmopolita mezcla de especies naturales de aguas semisaladas y saladas. La Bahía de San Francisco en California tiene el dudoso honor de ser el estuario con más biocontaminación del mundo. Esta bahía acoge hoy a siluros y percas de la zona este de América del Norte, a cangrejos de mar europeos y chinos, a cochinillas de Australia y camarones de la Península de Corea, a mejillones del Atlántico occidental y almejas del Pacífico occidental. También se han establecido varios cientos de otras especies foráneas de algas, esponjas, gusanos, moluscos, crustáceos y peces. Los científicos creen que cada tres meses se añade una especie más. El futuro de esta mezcolanza ecológica es impredecible, pero no cabe duda de que muchos nativos de la Bahía de San Francisco seguirán el mismo camino que el desaparecido cacho de cola gruesa y el amenazado eperlano del delta, dos especies que no han podido enfrentarse a las invasiones de fuera.
Los lagos son el equivalente acuático de las islas en el mar y, como éstas, muchas veces tienen especies endémicas que son especialmente sensibles a los competidores y depredadores llegados del exterior. Entre las faunas lacustres alteradas, la del Lago Victoria es la que ha sufrido mayores pérdidas. El mayor de los grandes lagos de África era el núcleo de una notable y rápida difusión de especies. En menos de 15.000 años, unas pocas formas ancestrales dieron origen a las más de 300 especies de peces cíclidos que sólo existen en este lago.
El reciente descubrimiento de la gran velocidad con que se producía este hecho despertó un gran interés. Por desgracia, los científicos vieron al mismo tiempo que este variado conjunto está extinguiéndose aún más rápidamente. La sedimentación y el enriquecimiento artificial del lago como consecuencia de la actividad agrícola son culpables en parte. También la perca del Nilo, un voraz extraño que se soltó en estas aguas hace algunas décadas, está devorando a los peces que han sobrevivido a los cambios en el entorno del lago. No hay en épocas anteriores ningún caso de extinción masiva de vertebrados que pueda compararse con ésta: es posible que ya hayan desaparecido unas 200 especies de los peces endémicos del Lago Victoria y casi todas las demás están en peligro.
Otro grupo de grandes lagos, los de América del Norte, también han soportado la invasión de especies exóticas. La construcción de esclusas y canales ha permitido que la lamprea de mar penetre en los lagos, más allá de los rápidos y las cascadas que en otro tiempo se lo impedían. La invasión de la lamprea, una criatura primitiva, similar a una anguila, que se pega a los peces y absorbe sus líquidos vitales, condenó a las truchas, los esturiones blancos, los azules y los corégonos de los lagos. Con la desaparición de tantos depredadores, la población de sábalos, otra especie invasora, aumentó desmesuradamente y pronto dominó los lagos. Como continuación de este proceso de dominó ecológico, el hombre introdujo más especies extrañas, como la trucha híbrida y varias clases de salmón del Pacífico, para controlar al sábalo y recuperar la rica pesca deportiva y comercial de otras épocas.
En 1988, las décadas de trabajo para recuperar los Grandes Lagos quedaron en nada por la importación accidental del mejillón cebra. Este diminuto molusco, natural del Mar Caspio y del Mar Negro llegó como pasajero en los tanques de lastre de un buque, y se estableció y se extendió a gran velocidad. Millones de mejillones están ya adheridos a las superficies subacuáticas, manchan los barcos y los muelles y taponan los conductos de entrada y salida de las fábricas y de las centrales de energía.
Los mejillones, que desplazan de forma agresiva a las demás especies y monopolizan las existencias de plancton que constituye la base de la cadena alimentaria, amenazan con seguir desestabilizando los ya débiles ecosistemas lacustres. En menos de diez años han conquistado las depresiones de los Grandes Lagos y del río Mississippi, donde están llevando a la extinción a los restos de la población de moluscos de agua dulce más rica del mundo. Los economistas calculan que el mejillón cebra habrá provocado daños por valor de cinco mil millones de dólares en los quince años siguientes a su introducción.
Importancia del problema
Pese a estos tristes relatos de cómo el hombre estropea la naturaleza, la gente puede pensar: bueno, ¿y qué?; ¿es que la historia de la vida en la tierra no es una interminable sucesión de especies que se trasladan de un lugar a otro?; ¿acaso no son incontables las especies extinguidas y es probable, incluso seguro, que muchas de estas extinciones se debieran a la incapacidad para enfrentarse a unos inmigrantes superiores?; ¿puede verse la intervención humana en el movimiento de las especies como algo contrario a la naturaleza?; ¿es menos natural que la dispersión de semillas envueltas en barro que quedan pegadas a las patas de las aves, que un animal que llega a una costa lejana flotando sobre unas ramas que se desprendieron en una tormenta, o que el desarrollo de una especie en unas tierras que quedan expuestas cuando desciende el nivel del mar?
Los movimientos de las especies y su desaparición siempre han ocurrido, es cierto, y no hay ninguna diferencia cualitativa entre las que provoca el hombre y las demás. La única distinción significativa es la velocidad con que se producen estos hechos. El ser humano traslada hoy a otras especies por el planeta a un ritmo tan acelerado que los sistemas apenas tienen tiempo para alcanzar un precario nuevo equilibrio. La trágica herencia del dominio del ser humano será un mundo desequilibrado y biológicamente empobrecido.
Cada vez son más numerosas las voces preocupadas que ofrecen argumentos morales, estéticos y económicos en contra de la introducción de especies foráneas. Hay campañas de educación para que los ciudadanos, las empresas y los gobiernos eviten el transporte de especies de otros lugares, controlen las variedades exóticas existentes, recuperen los ecosistemas degradados y presten la máxima atención a futuras introducciones. El bienestar del ser humano, al fin y al cabo, depende de la conservación de la biodiversidad. Si el hombre continúa mezclando especies y destruyendo ecosistemas, se pondrá en peligro a sí mismo.

viernes, 25 de marzo de 2011

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