En este fragmento de El origen de las especies, Darwin define el concepto de selección sexual como una fuerza evolutiva en la que determinados caracteres externos confieren a los individuos una ventaja para atraer a los de sexo opuesto, aunque no representen una ventaja para su supervivencia, y tendrán, por tanto, más posibilidades de pasar a las siguientes generaciones. Las plumas brillantemente coloreadas de algunas aves, las cornamentas de los ciervos o las colas de las aves del paraíso son algunos ejemplos.
Fragmento de El origen de las especies.
De Charles Darwin.
Capítulo IV.
La selección natural; o la supervivencia de los más aptos.
De la misma manera que a menudo aparecen peculiaridades en el estado de domesticidad en un sexo y se transmiten hereditariamente unidas a dicho sexo, no hay duda de que así también sucederá en la Naturaleza. Así, se ha hecho posible para los dos sexos el que sean modificados mediante la selección natural en relación a los diferentes hábitos de vida, como a veces ocurre; o que un solo sexo se modifique con relación al otro, como sucede corrientemente. Esto me induce a decir algo acerca de lo que he llamado la Selección Sexual. Esta forma de selección depende, no de una lucha por la existencia en relación con otros seres orgánicos o con las condiciones externas, sino de una lucha entre los individuos de un sexo, generalmente los machos, por la posesión del otro sexo. El resultado no es la muerte para el competidor que no ha tenido éxito, sino la escasa descendencia o la falta de ésta. Por consiguiente, la selección sexual es menos rigurosa que la selección natural. Generalmente, los machos más vigorosos, aquellos que son más aptos para el lugar que ocupan en la naturaleza, dejarán el mayor número de descendientes. Pero en muchos casos, la victoria no depende tanto del vigor general como del tener armas especiales, limitadas a los machos. Un ciervo sin cuernos o un gallo sin espuelas tendrían pocas probabilidades de dejar numerosa descendencia. La selección sexual, al permitir siempre que críe el vencedor, podría seguramente conferir valor indomable, longitud a la espuela y fuerza al ala para golpear, casi de la misma manera en que lo hace el brutal reñidor mediante la cuidadosa selección de sus mejores gallos de pelea. Cuán bajo desciende en la escala de la naturaleza la ley de la batalla, no lo sé; se ha descrito a los caimanes machos peleando, resoplando y dando rápidas vueltas en derredor, como indios en una danza guerrera, por la posesión de las hembras; se ha observado a salmones machos peleando todo el día; los machos de los escarabajos llamados ciervos voladores a veces sufren heridas infligidas por las enormes mandíbulas de otros congéneres machos; a menudo el inimitable observador M. Fabre ha visto a los machos de ciertos insectos himenópteros peleando por una determinada hembra, la cual se está quieta, como un mero espectador indiferente de la pelea, y luego se retira en compañía del vencedor. Quizá la guerra es más encarnizada entre los machos de animales polígamos, y estos parecen con la mayor frecuencia estar provistos de armas especiales. Los machos de los animales carnívoros están ya bien armados; aunque a ellos y a otros, les puede ser dado un medio de defensa mediante la selección sexual, como la melena del león, y la mandíbula de gancho del salmón macho; porque, para la victoria, el escudo puede ser tan importante como la espada o la lanza.
Entre las aves, la contienda es a menudo de carácter más pacífico. Todos los que han prestado atención a este asunto, creen que hay gran rivalidad entre los machos de muchas especies para atraer mediante el canto a las hembras. El mirlo de roca de la Guayana, las aves del paraíso y algunas otras se reúnen; y sucesivamente van los machos desplegando con el mayor cuidado sus hermosas plumas, exhibiéndolas de la mejor manera posible; asimismo realizan curiosas figuras delante de las hembras, las cuales, después de haber estado haciendo de espectadoras, acogen finalmente como compañero al más atractivo. Los que han estudiado atentamente las aves encerradas saben perfectamente que éstas tienen preferencias y antipatías individuales; así, Sir R. Heron nos ha descrito como un pavo real variegado resultaba singularmente atractivo para todas las hembras de su especie. No puedo entrar aquí en los necesarios pormenores, pero si el hombre puede en breve tiempo conferir belleza y elegancia a sus pequeñas gallinas de Bantam, conforme a su tipo de belleza, no veo por qué hemos de dudar de que las hembras de las aves no han de producir un marcado efecto seleccionando, a lo largo de miles de generaciones, a los más melodiosos y hermosos de entre sus machos, conforme también a su tipo de belleza. Algunas conocidas leyes, con respecto al plumaje de las aves de los dos sexos, en comparación con el plumaje de las crías, puede explicarse en parte por la acción de la selección sexual sobre variaciones que se producen en diferentes edades y que se transmiten solamente a los machos o a los dos sexos en edades correspondientes; pero no dispongo aquí de espacio para profundizar en esta cuestión.
Así ocurre, creo yo, que cuando los machos y las hembras de cualquier especie animal tienen los mismos hábitos generales de vida, pero difieren en estructura, color o adorno, tales diferencias han sido principalmente ocasionadas por la selección sexual: es decir, por individuos machos que, en generaciones sucesivas, tuvieron alguna ligera ventaja sobre otros machos, en sus armas, medios de defensa o encanto, y que transmitieron exclusivamente a sus descendientes masculinos. Con todo, no querría atribuir a esto todas las diferencias sexuales, porque vemos en nuestros animales domésticos peculiaridades que surgen en el sexo masculino y en él permanecen y que evidentemente no fueron aumentadas por medio de la selección realizada por el hombre. El penacho de pelo que lleva en el pecho el pavo silvestre no puede ser de utilidad alguna, y es dudoso que pueda aparecer como un adorno a los ojos de su hembra; efectivamente, si ese penacho hubiera aparecido en el estado de domesticidad, se le habría tenido por una monstruosidad.
Fuente: Darwin, Charles. El origen de las especies. Traducción de Juan Godo. Barcelona: Ediciones Zeus, 1970.
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