Historias de miedo, narración en prosa que trata de sucesos o seres sobrenaturales. Los fantasmas y otros seres fantásticos están presentes en la literatura desde sus orígenes pero, paradójicamente, fue durante el racionalismo del siglo XVIII cuando los cuentos sobre seres y circunstancias extranaturales se convirtieron en un subgénero claramente diferenciado. En algunas baladas medievales se habla de los fantasmas como si su existencia fuera un hecho demostrado: son igual de reales que los seres humanos a quienes hechizan. Los espíritus que regresan de la tumba para exigir venganza en el teatro renacentista, como el padre de Hamlet en la obra de Shakespeare, resultan aterradores sólo porque introducen un matiz de duda. La posibilidad de que no sean reales, o de que sean apariciones del demonio en lugar de auténticos espíritus, confiere dinamismo y energía a la acción. El auge de la filosofía racionalista y escéptica durante el siglo XVIII, que abolió la creencia en los seres fantásticos, tan arraigada en los países protestantes del norte de Europa, propició su tratamiento literario. El objetivo no era tanto asustar a la audiencia sino que reconociera sentirse asustada.
Así pues, desde un primer momento, las historias de miedo fueron escritas por y para gentes que en realidad no creían en las apariciones de espíritus. Su primera manifestación destacable es la novela gótica. Obras como El Castillo de Otranto (1764) de Horace Walpole, Los misterios de Udolfo (1794), de Ann Radcliffe, y El monje de Lewis, sentaron ciertas bases que siguen siendo comunes a la literatura y el cine, el cual ha sabido incorporar con gran éxito el género de miedo y terror. El elemento sobrenatural puede ser un esqueleto en el armario o un misterioso acontecimiento del pasado aún sin resolver. El escenario típico es un castillo remoto y medieval o un cementerio en un paisaje desolado e inhóspito. Por lo general, la víctima del hechizo es una mujer solitaria.
La fascinación que produce el ambiente del lugar y los peligros que acechan a la heroína se convirtieron en las claves de un género que, favorecido por el impacto del romanticismo, no tardó en adoptar todos los elementos del horror y lo grotesco explotados en los relatos de Gustavo Adolfo Bécquer, Edgar Allan Poe y E. T. A. Hoffmann. Frankenstein (1818) de Mary Wollstonecraft Shelley combinaba elementos propios del relato fantástico con el tema faustiano del científico ávido de sabiduría, mientras que Drácula (1897) de Bram Stoker introdujo al vampiro en esta corriente literaria. Otros cuentos de miedo, de corte más conservador, como La casa junto al camposanto (1863) de Sheridan Le Fanu, o Historias de fantasmas de un anticuario (1904) de M. R. James, siguen siendo piezas antológicas. Un clásico del género, subestimado y provocativamente ambiguo, es Otra vuelta de tuerca (1898) del escritor estadounidense Henry James.
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