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miércoles, 11 de marzo de 2015

El cerdo carnívoro y asesino



Posiblemente, la mayoría de las personas de las grandes ciudades conozcan a los cerdos en el jamón o las deliciosas chuletas asadas, en documentales y  fotografías; muchos los consideran inocentes animales  que sacrificamos para nuestra alimentación. Si los cerdos son criados en granjas consumen alimentos balanceados; en los pueblos, son criados para apoyar la economía familiar;  en estos lugares,  los cerdos se alimentan de toda clase de comestibles; los cerdos son omnívoros, comen, casi, cualquier cosa, incluso la carne, bocado bastante atrayente para el animal. Un cerdo cuenta en su hocico con un arsenal de dientes poderosos, 44 dientes, incluyendo 4 enormes y filosos  caninos; su  mordida es  tan fuerte como la de cualquier depredador, pude triturar  carne y huesos fácilmente. Es sobreviviente  y descendiente directo de uno de los mayores depredadores de la prehistoria  en  Norteamérica, el Entelodonte,  también llamado  el cerdo asesino.

Un cerdo hambriento es peligroso, más, si este cerdo pesa cien kilos y arremete furioso contra nuestra humanidad, es muy fuerte y  veloz. Una mordida de cerdo puede dañar seriamente, desgarrar la carne con facilidad; como en los cocodrilos, su mordida puede trasmitir  mortal infección, en su hocico guarda  un arsenal de bacterias  que matarían a cualquiera, si la mordida no es atendida correctamente.

Los cerdos, en las comunidades alejadas se encuentran sueltos, vagan por las calles, siempre hambrientos, buscando que comer en los basureros o en las  heces humanas, por las que sienten especial predilección. Este gusto por las heces humanas, ha provocado terribles tragedias en muchos lugares, donde estos animales abundan. 

Voy a contarles la horrible historia de una joven,  madre  primeriza que  meses atrás había parido  dos hermosos gemelos, dos  criaturas que agotaban su tiempo  y no le permitían trabajar. El padre, ingeniero de   la constructora ICA,  apenas le mencionó que estaba embarazada, huyó como un cobarde. Para sobrevivir y proveerse de lo esencial para la manutención, al igual que muchas madres pobres de la región, trabajaba lavando ropa  o, en labores domésticos de limpieza.
Los dos gemelos le impedían en buena medida llevar a cabo su trabajo con eficacia, eran una carga  pesada que gustosamente llevaba a cuesta, puesto que  adoraba a los pequeños con todo el corazón; cuando lavaba los tendía junto a ella entre las redondas piedras, como una madre que laboriosa y paciente fabrica un nido para seguridad de sus hijos; en las casas, adonde era llamada para la limpieza, le permitían llevar a sus hijos, la conocían muy bien y sabían que  no contaba con nadie que la auxiliara; la buena gente del lugar no ponía objeción en la preciada carga.

Lo había visto rondar por el lugar, un enorme  cerdo  de fiero aspecto, flaco y de pelo erizado, largo hocico, por donde asomaban filosos colmillos; el cerdo la evadía y se alejaba gruñendo. En otras ocasiones la observó atacar otros cerdos domésticos; este cerdo de aspecto montaraz, sabía de oídas que escapó muy joven de una  granja, con el tiempo se hizo salvaje y creció como crecen los cerdos que nos son castrados, indomables y fieros; el dueño  perdió el interés y lo dejó vagar sin prestarle atención.
Ella tuvo la impresión de que el animal  la acechaba, que espiaba sus movimientos cuando entraba o salía de la casa, en varias ocasiones  lo vio a lo lejos, entre el monte con sus ojos brillosos  que le causaban escalofríos.  Llevando sus hijos entre los brazos, apresuraba el paso y los oprimía protectora contra su pecho, mientras echaba una rápida mirada por donde el  cerdo  hacía crujir las ramas secas.

La tarde de la desgracia, los sucesos ocurrieron   de tal forma que se fueron acomodando uno tras otro, como un mortal juego del infortunio; las piezas encajaron perfectamente y María viviría el  peor de los infiernos.
Esa tarde, junto a los gemelos, llena de la felicidad que embarga  a los pobres,  cuando disfrutan de la caricia y la presencia de los seres queridos. Entonces recordó que el doctor Pérez, hombre bueno al que lavaba y planchaba la ropa, le recomendó encarecidamente un traje  que ocuparía en el viaje que realizaría por la noche. Se acongojó, no podía darse el lujo de quedar mal con el doctor,  al que tantos favores  le debía; vivía muy cerca, algunos minutos caminando de prisa; en otras ocasiones, en que la urgencia la obligaba, aseguraba la puerta y volando iba y venía, encontrando a sus chilpayates, sanos y salvos; que podía pasarles si se ausentaba unos minutos,  se dijo, para aplacar su congoja. Llevaría corriendo el traje, tocaría la puerta y lo entregaría  a quien se apersonara. Tomó dubitativa  la suave y liviana tela; en la puerta miró de un lado a otro, y sólo observó la tranquilidad del paisaje, dudaba en marcharse, en emprender la carrera, pero la  vista de la casa azul del doctor, al final de la calle  la animó. Atrancó la maciza puerta y partió, todavía volvió la mirada para ver tranquilizadora,  la puerta de gruesa  madera.

Contó los pasos que la condujeron a la casa azul  del doctor, una casa grande llena de puertas, tocó apresurada, ansiando ver el rostro  arrugado que recibiría, extendiendo los brazos, el traje del doctor,   el traje que usaría  en el viaje que realizarío por la noche.

El rostro arrugado de siempre, de Margarita  la criada  no se apareció, esta vez; el mismo doctor, la miraba  a los ojos, el mismo doctor que la atendía sin cobrarle un solo peso; le abrió la puerta y le dijo: ¡María, pasa por favor!,  adentro tengo ropa que necesito que te lleves para lavar y planchar. El buen doctor le habló como sabía hacerlo, ordenando y mandándola.  Ella entro en la casa sin pensarlo,  y  el doctor le señaló una puerta, una de las tantas puertas de la casa grande,   donde estaba la ropa que el  buen doctor quería que limpiaran. ¡Arreglala  y llévatela, cuando regrese  me la entregas limpia!, le dijo.  Organizar la ropa   le llevaría  varios minutos y eso la  angustiaba, ella necesita regresar de inmediato al lado de sus hijos,  el par de gemelos, criaturas hermosas  que la esperaban  tendidas en la cama.  Abrió la puerta, embargándola un sentimiento que no pudo definir; quería salir corriendo y cobijar a sus hijos, pero la voz imperativa le ordenaba hacer otra cosa.  Miró la ropa sucia  y le trajo nuevamente el recuerdo querido de los gemelos, por la prisa los había dejado sucios, hechos en los pañales, prometiéndose cambiarlos apenas regresara, al fondo una puerta abierta, también le trajo un recuerdo escalofriante, por la mañana había partido leña en la parte trasera de su casa, la metió dentro y no recordaba haber cerrado la puerta, no temía a los ladrones, pero los gatos y perros podían dar cuenta de su despensa; en ese instante, el miedo y el horror explotó en su cerebro y salió corriendo como loca, dejando un tiradero de ropa por el piso.

Dentro de su casa, un cuadro infernal, una escena digna de la locura más terrible se presentaba  ante sus ojos;  el cerdo había entrado por la puerta trasera,  de olfato sensible siguió el rastro  irresistible del  olor de los pañales sucios y devoró cruelmente a los gemelos; ella al ver la dantesca escena, fue poseída por la locura, saltó sobre  cerdo diabólico armada con la gruesa tranca, lo golpeó en repetidas ocasiones,  el animal apenas se inmutó, le lnzó una mordida y la  derribó de un empellón.

Cuentan que la pobre de María nunca  volvió a ser la misma  persona, su rostro se marchitó y sus ojos se ensombrecieron; de ser una joven jovial,  pasó a tener el aspecto de una vieja loca apesadumbrada que terminó sus días llorando por su pérdida y aterrorizada por los cerdos.

El cerdo asesino, como lo llamaron, fue cazado sin descanso, la gente del pueblo que participó en la caza  lo trajo arrastrado por una mula, levantando una polvareda y dejando un rastro por donde pasaba. Realmente el animal era  grande y fiero y dio pie a muchas leyendas sobre cerdos que atacaban y devoraban humanos.





sábado, 1 de noviembre de 2014

¡En un pueblo exhibieron una sirena, hasta que murió!



Hace algunos años, en 1980, para ser exacto, en un pueblo mexicano cercano al mar, ocurrió un hecho extraordinario que dejó a la población pasmada y costernada, y del cual, a la fecha no se encuentra explicación alguna.

Es una pequeña localidad  soleada, de gente amistosa y sonriente;   por un lado tienen  la laguna y por el otro el mar abierto, una inmensa masa de agua que levanta olas gigantescas que azotan contra la playa. Allí la gente acude a pescar, es una práctica extendida, hombres de todas las edades y profesiones, sortean los peligros de las olas con el anzuelo en la mano, o la peligrosa tarraya anudada en el brazo.

Más de una vez, las terribles olas  han logrado atrapar a infelices  que se descuidan, y al dar un paso en falso, caen en las profundidades, arrastrados por el pesado instrumento de pesca. Para los que no lo saben, la tarraya, es una red  circular, que el pescador avienta al agua para atrapar los peces, esta red tejida a mano, mide varios metros de diámetro y tiene en un extremo, contrapesos de plomo que se hunden rápidamente atrapando a los peces, el otro extremo, cuenta con una fuerte  cuerda de nilón de varios metros que se anudan en la muñeca, para evitar perder  la tarraya.

Los pescadores son expertos y lanzan la tarraya a las profundidades, si la pesca es buena, cada tarrayazo representa docenas de peces, los menos aventurados y con menos necesidad usan  cuerda y anzuelo.

Cuentan que en una ocasión, uno de los más fuertes y aventurados pescadores, arrojaba  su tarraya con el agua al pecho, al borde de un banco de arena que daba a las profundidades del mar, tenía fama de intrépido y no medía el  peligro. Al   quererla sacar la red, la sintió tan pesada que le era imposible jalarla; en más de una ocasión, animales grandes como tiburones las destrozaban, a veces junto al pescador que sucumbía a la fuerza de las bestias de los mares; el fuerte hombre tiraba con todas sus fuerzas, que eran muchas, pero le era imposible, resbalaba peligrosamente  y estaba a punto de sucumbir, cuando llegó su hermano, otro hombre moreno y corpulento, venía en una lancha de motor,  se había percatado de las dificultades de  su hermano y acudió en su auxilio.

Subiendo a la lancha, los dos hermanos empezaron a tirar con fuerzas, pronto vencieron la resistencia de la tarraya que fue emergiendo lentamente del mar, mientras se agitaba con violencia; tenían la seguridad de haber atrapado  un gran animal marino. Pronto  tuvieron en la lancha el enorme lio  de cuerdas y algas marinas,  allí se dieron cuenta con disgusto que la red estaba destrozada,  pero  el disgusto dio paso al asombro, lo que encontraron entre las algas y la destrozada tarraya, no era un tiburón, ni un enorme pulpo. La bestezuela se agitaba y chasqueaba los dientes con un ruido aterrador. Medía metro y medio,  lo vieron con asombro, parecía sacado de una mala película de espanto, un diablo del mar, pensaron conmocionados.

Los ojillos sin pestañas  de la criatura miraban  furiosos, su cabeza, como la de un pequeño simio sin pelos, tenía una dura  cresta o aleta que crecía en su espalda y decrecía en su cola de pescado;  pensaron asustado que habían atrapado un diablo marino, una criatura con cola de pescado y dos  brazos que se agitaban amenazadores, cada mano contaba con tres dedos, un dedo grueso  y fuerte y dos un poco más largos y delgados.  Lo más  increíble de todo, se veía entre sus manos, un arpón, al parecer fabricado de hueso de pescado, una filosa arma con la que amenazaba y gruñía mostrando una hilera de dientes afilados  en sus protuberantes mandíbulas.

Lo exhibieron en una  enorme  bañera, fabricada  de la caja de un congelador de fibra de vidrio; la llenaron de agua y  en ella dispusieron de la criatura; durante los primeros días, la bestia del mar gruñía a los curiosos con un silbante sonido, con gran energía saltaba, intentaba  escapar de su prisión sin lograrlo; la gente gritaba espantada y  al marcharse pagaba agradecida del espectáculo. Intentaron alimentarla con pescados, primeramente fueron muertos, después  echaban los peces vivos, nunca lo vieron comer, y  como consecuencia; la energía de la criatura marina fue decayendo. Los visitantes que pagaban por verlo, lo llamaban sirena o sireno, un profesor, dijo que se trataba de un tritón de los mares, el macho de las sirenas.

En menos de dos meses la criatura murió y la entregaron a un taxidermista,  un vecino que ejercía la profesión como  entretenimiento;  los hermanos, que sintieron profundamente la pérdida de la criatura que les había dejado buenas ganancias la conservaban en una esquina de su casa. Pero, pronto, ni con la criatura marina se quedaron;  como dijimos, el taxidermista del pueblo la  había llenado de aserrín  y un visitante llegó a ofrecerles  buen dinero por los despojos mal olientes; en poco tiempo tuvieron que volver al mar y dedicarse a la pesca como siempre lo habían hecho.

Ese día la pesca  estaba en su apogeo, cientos de pescadores se aglomeraban  en las aguas  buscando llevarse la mejor presa; los dos hermanos, siempre intrépidos, iban un poco más allá, esó lo hacían  tratando de llevarse lo mejor, o, por qué no, atrapar una nueva criatura. Los dos se apoyaban, uno con el agua a la cintura, y el otro a bordo de su lancha. En ese instante ocurrió lo impensable; a la vista de cientos de pescadores, extrañas criaturas marinas saltaron varios metros sobre el agua,  él que estaba sobre la lancha fue derribado violentamente, él otro, sin poder hacer nada, fue atrapado por terrible fuerza; los dos fueron destrozados  entre chillidos horrendos  y sangre salpicando por todos lados, como  si un enjambre de gigantescas pirañas los atraparan y, revoloteando se llevaran trozos de carne.  Pronto  no quedó nada, la sangre se diluyó en el mar  y nada se pudo  rescatar de los dos hermanos pescadores,  al parecer, sus huesos y restos se los  llevaron a las profundidades.  Los testigos aseguran,  que las criaturas   que los atacaron, fueron los diablos marinos,  y que nunca habían visto que un animal atacara con tanta rabia y furia.


La playa quedó sola por una temporada, pero con el paso del tiempo, los habitantes volvieron  a su habitual pesca, la necesidad los obligaba, además, ninguno de ellos se atrevería a capturar nada que no conocieran. Los peces que no eran comestibles, los regresaban al mar.

jueves, 30 de octubre de 2014

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