El asombroso mito del canibalismo


Canibalismo, ¿un mito?
Del Diccionario de la evolución de Richard Milner incluimos la voz titulada 'Polémica sobre el canibalismo. ¿Son antropófagos los seres humanos?'. Milner plantea el debate que todavía hoy está presente entre los antropólogos sobre un posible pasado caníbal en la especie humana.
Polémica sobre el canibalismo del Diccionario de la evolución.
De Richard Milner.
Por más sorprendente que parezca, los descubridores de casi cualquier criatura antropoide fósil se han apresurado siempre a anunciar el hallazgo de pruebas concomitantes de «canibalismo». Luego, en la mayoría de los casos, los colegas del descubridor declaran insuficiente la demostración, que queda así fuera de debate.
Los simios antropomorfos africanos (australopitecinos), el hombre de Pekín (Homo erectus), el del Neandertal y el del Cromañón fueron considerados por quienes los descubrieron aficionados a la carne de sus prójimos. Se ha discutido durante años si nuestros antepasados se comían unos a otros o si la espeluznante interpretación habitual arroja más luz sobre la mente de los antropólogos que sobre el canibalismo prehistórico.
Robert Broom y Raymond Dart, los paleontólogos surafricanos descubridores de muchos fósiles de australopitecos, pensaban que los huesos magullados y los cráneos perforados demostraban que descendemos de un simio predador que no se detenía ante los miembros de su propia especie.
Algunos años más tarde, el profesor Franz Weidenreich colaboró en la excavación de los restos del Homo erectus (el hombre de Pekín) en una cueva en China y observó que muchos cráneos estaban magullados por la base. Concluyó que aquella gente se comía el cerebro de sus compañeros; pero, luego, cambió de idea. En diversos momentos, otros expertos han pintado con el mismo color negro tanto al hombre del Neandertal como al primitivo Homo sapiens.
Los rasguños que se aprecian en los huesos fósiles de homínidos pueden tener otras causas distintas de las del llamado canibalismo gourmet; los huesos podrían haber sido roídos y raspados por hienas u otros animales carroñeros. El Homo erectus fue quizá la presa y no el verdugo. En el yacimiento del hombre de Pekín sólo se encontraron cráneos, lo cual podría significar que las cabezas fueron transportadas a la gruta para la celebración de algún rito. (Muchos pueblos tribales contemporáneos utilizan los cráneos de los parientes muertos en el culto a los antepasados.)
Los antropólogos siguen debatiendo todavía la naturaleza y difusión del canibalismo entre pueblos tribales contemporáneos. El profesor W. Arens provocó un escándalo entre los expertos al hacer una crítica general de la idea en su libro The Man-Eating Mith (El mito de la antropofagia) (1979). Como muchos antropólogos, Arens había dado siempre por supuesto que los exploradores del siglo XIX habían visitado tribus caníbales en Africa, Nueva Guinea y Suramérica. Pero, cuando cribó la masiva bibliografía sobre el tema, no pudo encontrar un relato satisfactorio de primera mano sobre la práctica del canibalismo como costumbre socialmente aprobada en alguna parte del mundo.
Cuando Arens marchó a Africa para recoger información sobre el canibalismo tribal se llevó la sorpresa de su vida. Los aldeanos azanda, objeto de sus estudios, habían decidido que él era un «chupasangres», una especie de vampiro. Aunque llevaba viviendo allí año y medio, el profesor Arens nunca consiguió convencerlos de que no se alimentaba en secreto de sangre humana durante la noche.
Mientras los colonizadores europeos daban pábulo a su miedo a los caníbales africanos, nunca advirtieron que los africanos albergaban las mismas sospechas sobre ellos. Además, los africanos disponían de pruebas. Algunos años antes, durante una guerra, ciertos europeos habían intentado persuadir a los nativos de que donaran sangre para sus soldados heridos. Los campesinos temían todavía ser llamados al hospital, donde se les desangraría. Su recuerdo de las urgentes peticiones de sangre se habían convertido en la convicción de que los europeos necesitaban beber sangre africana para mantenerse vivos.
Al principio, Arens contempló esta creencia con actitud de superioridad, pero más tarde se disgustó consigo mismo por no haber captado la metáfora política subyacente. Los africanos, como es natural, consideraban perfectamente razonable sentir que los europeos les estaban robando la vitalidad y consumiéndoles la sangre que les daba vida.
Arens constató que a lo largo de toda la historia se han lanzado acusaciones de canibalismo con el fin de aunar al grupo acusador como pueblo dotado de eticidad y situar al grupo enemigo al margen de los sentimientos humanos. Los colonialistas europeos justificaron desde principios del siglo XVII el sometimiento de los pueblos tribales basándose en que se trataba de caníbales sin civilizar. Los coreanos pensaban que los chinos eran caníbales y los chinos creían lo mismo de los coreanos. Arens comenzó a sospechar que las acusaciones y creencias en torno al canibalismo están mucho más extendidas que la práctica real de la antropofagia.
Arens concluía que nunca ha habido referencias fidedignas de prácticas extendidas de canibalismo gourmet. Según él, se trataba de un mito de los antropólogos; así pues, desafió a sus colegas a que demostraran lo contrario. Al poco tiempo de la aparición de su libro, varios investigadores de campo se prestaron a presentar sus pruebas.
George Morren, de la Universidad de Rutgers, realizó en los últimos años de la década de 1960 trabajos de campo en Nueva Guinea, donde los ancianos de la tribu de los miyanmin que habían participado en actividades caníbales le ofrecieron informaciones detalladas. Morren confrontó sus complejas descripciones con varios informantes y estudió asimismo las actas de los tribunales de un juicio celebrado en 1959 contra más de treinta miyanmin acusados de asesinar y comerse a 16 personas de una tribu vecina.
Cuando Morren instó de manera particular a los miyanmin para que explicaran el posible significado religioso o simbólico del incidente, ellos insistieron en que no lo había. «No; simplemente buscábamos carne.» Se trata de un relato de canibalismo culturalmente sancionado, de la máxima autenticidad y documentación posibles.
Entretanto, las razones de Arens no han persuadido a otros antropólogos para abandonar la mayoría de la bibliografía «caníbal» por considerarla sesgada y de segunda mano. Por otra parte, un conjunto de datos cada vez más abundante, procedente de escritos y obras de arte recientemente descifradas, muestra que los antiguos mayas y aztecas practicaban sacrificios cruentos y ritos caníbales a gran escala. El debate sobre un posible pasado caníbal de la especie humana sigue su curso.
Los observadores del comportamiento de los primates han contribuido asimismo a esta fascinante polémica. Tras pasar una década observando chimpancés en las selvas del Zaire, Jane Goodall había llegado a la conclusión de que eran vegetarianos amables, pacíficos, sociales y a veces bufonescos. Pero entretanto, los ha visto cazar y matar a otros animales para conseguir carne, asesinar deliberadamente crías de chimpancés de grupos vecinos y hasta matar y comerse bebés de su propia comunidad.
En cierta ocasión, dos chimpancés, un equipo formado por madre e hija, iniciaron repentinamente una serie de infanticidios caníbales. Una distraía a alguna madre reciente, mientas la otra se llevaba la cría; luego, ambas la mataban y se la comían. Jane Goodall sintió tristeza y desilusión. Admitió haber pensado que los chimpancés eran «mejores» que los seres humanos, pero ahora se daba cuenta de que el corazón de un chimpancé también esconde oscuros secretos.
Fuente: Milner, Richard. Diccionario de la evolución. Barcelona: Biblograf, 1995.


jueves, 10 de febrero de 2011

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