La asombrosa Historia de Tegucigalpa


Historia de Tegucigalpa
Pese a que la fecha oficial que se da para la fundación de Tegucigalpa es 1578, conviene recordar que los pueblos indígenas presentes en la zona fundaron con anterioridad a la llegada de los españoles una localidad conocida como Tisingal. Las razones del protagonismo que tuvo desde sus orígenes la capital hondureña están explicadas en el propio nombre que los conquistadores dieron al asentamiento, pues Tegucigalpa puede traducirse como “montaña de plata”, pues muchos eran los yacimientos de ese metal existentes en los cerros circundantes.
Fragmento de Guía de Tegucigalpa.
Historia de Tegucigalpa
En el corazón de Honduras, se levanta la bella y acogedora ciudad de Tegucigalpa, capital de la República, fundada por los españoles el 29 de septiembre de 1578, con el nombre de «Real de Minas de San Miguel de Tegucigalpa».
Rodeada de altos picachos y unida por redes de carreteras con las principales ciudades del país, sobre cerro Sapusuca, hoy llamado Picacho, a cuatro kilómetros del Aeropuerto Internacional de Toncontín.
Asentada en las faldas de El Picacho, a una altura de 3.100 pies (945 metros) sobre el nivel del mar, goza de un maravilloso clima que nunca llega a extremos de desesperante calor ni a insoportable frío, su topografía es muy irregular, sus calles parimentadas son estrechas y quebradas en algunos sectores, lo que le da un aspecto auténticamente colonial. Tegucigalpa forma con la ciudad de Comayagüela, de la cual está separada por el Río Grande o Choluteca, la Capital de la República.
El doctor Antonio R. Vallejo, notable historiador hondureño, nos deja ver en algunos de sus estudios que Tegucigalpa comenzó a poblarse en la explanada que se extiende desde La Plazuela hacia el lugar donde actualmente se levanta el Palacio Nacional. Esto quiere decir que su límite norte sería la calle de la Ronda; el sur, los Altos de la Hoya y los ríos Choluteca y Oro o Chiquito; al poniente, los «Naboríos de los Indios» cuya iglesia era la Ermita de el Calvario y, al oriente, el mismo Barrio la Plazuela. El sector de el Guanacaste comenzó a poblarse a mediados del siglo xviii, y La Leona, ya muy entrada la segunda mitad del siglo xix.
Como en todas las ciudades coloniales, en Tegucigalpa se levantaron las casas de los principales moradores cerca de la Plaza Mayor o de la Parroquia. Rozando las faldas del cerro Supusuca, corría hacia el oeste la calle de la Ronda y una cuadra más al sur del Convento de San Francisco, siguiendo el mismo rumbo, la calle de la Amargura que pasa por la iglesia de San Sebastián y termina en los Naboríos. Por su angosto pavimento de puntiagudas y lustrosas piedras azuladas, pasaba la procesión de Viernes Santo, durante la cual, caldeadas por el sol del mediodía, rezaban devotamente las mujeres mientras los frailes entonaban las lamentaciones de el Vía Crucis; la otra calle, la del Resucitado, corría como ahora paralela al costado norte de la Parroquia, mientras la calle de la Plazuela venía desde los actuales Altos de la Moncada.
Una cuadra hacia el sur de la Plaza Mayor estaba el Convento y la Iglesia de la Merced, cuya placita abundaba en atractivos durante las fiestas que, en honor de la Virgen de Mercedes, organizaban varios gremios de la población y sus alrededores.
Construcciones de adobe o de bajareque (cañas y tierra) formaban las angostas callejas transversales, las cuales, entrada la noche, se poblaban de silencios y misterios; la luna plácida era el fanal obligado que alumbraba cauteloso el rostro de las vírgenes a través de rejas de viejos hierros retorcidos, y los suspiros de los galanes se perdían como los recuerdos en el recoveco de las callejuelas solitarias. Nadie cruzaba por la plaza más allá del toque de oración; quizá algún vagabundo perdido entre la densas nubes del alcohol se atrevía a trasnochar; quizá un arrogante caballero se lanzaba alguna vez en pos de una aventura tejida entre romances y ensueños; sólo el «sereno» desafiaba impertérrito el curso continuado de las horas, durante los crudos inviernos o en las noches tibias y tranquilas del verano.
En los días de fiesta, los domingos, la Plaza Mayor cobraba inusitada alegría, porque entonces los «achines» (buhoneros) tendían sus manteados a la vera de los anchos aleros para vender baratijas y novenas de santos milagrosos, además de dulces y polvorones amasados por hábiles manos femeninas. Después de la misa, cuando el cura echaba la bendición final, las doncellas salían con recato, esquivando las ardientes miradas de sus pretendientes; y las indias hermosas, de tez rosada y torneadas pantorrillas, lucían sus «chales» de vistosos colores contrastando con las negras mantillas de las damas de la sociedad.
En la fiesta patronal se quemaba pólvora, se cantaban los Ave Marías a la puerta de la Iglesia y había retreta; salía San Miguel Arcángel a mirar a su querida Tegucigalpa y se entonaban «Salves» en las casas de los ricos, levantadas con el trabajo y la fatiga de los esclavos. Por las tardes se reunían en alguna casa principal los jubilados, en amables tertulias. Allí se comentaban los sucesos importantes que era casi siempre chismes y diretes enderezados contra el Alcalde o contra alguna dama de encopetada familia; no se leía la prensa, porque no existía, y así pasaban los días tranquilos, sin tumultos, sin esa nerviosidad moderna que deja poco tiempo para gozar de las cosas sencillas, llenas de sabor de los pueblos de antaño. Los días de semana pasaban monótonos; la mayor parte de la gente estaba en sus «chácaras» o en los «ingenios» de sus minas de oro y plata. Estos eran tan ricos y productivos que el Rey ordenó una «Casa de Rescates» allá por 1768, nombrando como primer administrador a don Joaquín de la población, donde está situada actualmente la Tipografía Nacional.
Después de consagrada la Iglesia Parroquial de San Miguel Arcángel, el cura don Juan Francisco Márquez levantó la Iglesia de Nuestra Señora de los Dolores por el año 1782, aumentando a cinco el número de templos.
Poco a poco la población fue creciendo; los años se deslizan, termina el siglo xviii y se recibe con júbilo el xix; los habitantes se multiplican; se comienzan a construir nuevas calles y vecinos ricos dejan La Ronda para construir en las afueras, la población crece y crece; ya los “naboríos de los indios» se están poblando de ladinos (que hablan castellano); hay un monumental puente de piedra que une a Tegucigalpa con Comayagüela comenzando perfilarse como Villa de calles rectas y anchas. Surge una Universidad, varias escuelas y un Hospital; las tertulias se hacen todos los días; se leen periódicos y se comentan las opiniones de los; el comentario ya no es contra el Alcalde, dama de encumbrado abolengo; ahora los hombres son ciudadanos y hablan de política. Algunos holgazanes en estériles discusiones pierden su tiempo mientras su tierra sigue árida y las minas no producen.
Pero la vida pasa de prisa; el hombre de los negocios y el obrero trabajan sin descanso y el campesino siembra su futuro; aparece el ruido de los automóviles y máquinas y se oye la música de radios, y teatros y películas. La ciudad se transforma y Tegucigalpa aprisiona pendiente de los montes y se extiende, se extiende...
Entre palacios de piedra rosada y verde y entre el perfil de la moderna arquitectura que ambiciona los espacios, que pasados dan como una reliquia de los tiempos pasados, las casonas de aleros anchos y mugrientos, sus conventos transformados, los viejos templos de singular belleza y «los rincones más íntimos con sus estrechas callejuelas pobladas de silencios y recuerdos» borrosos por la pátina del tiempo.
Fuente: UCCI/SEQC. Guía de Tegucigalpa. Madrid: Guías UCCI, 1992.


sábado, 19 de febrero de 2011

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